3 de marzo de 2018

La vida del bosque y la Comunión de los Santos


En el envío “teológico” de la semana pasada, crecido, dije que en un próximo envío hablaría de la afirmación del credo de los apóstoles “creo en la comunión de los santos”. Tras mandar el envío me di a mí mismo de tortas por meterme en semejante berenjenal. “¿Qué demonios voy a poder decir yo de la comunión de los santos?”, me decía. Pero la Providencia, en la que cada día creo más, ha venido a ayudarme a salir del atolladero. Y, ahora, otra vez crecido, os digo que alguna vez, en algún próximo envío, así de vago, diré algo sobre la Providencia. Dentro de un rato me estaré dando de tortas por decir esto, aunque sea tan impreciso. Pero de momento digo algo sobre la actuación de la Providencia en este tema.

De cuando en cuando, más para no retroceder demasiado en mi pobre inglés que porque me interesen los temas que se tratan, veo a través del móvil una charla TED al azar. Hay algunas muy buenas, otras no tanto y otras que son una auténtica chorrada. Pero para quitar la herrumbre al inglés… El otro día caí en una de una científica conservacionista canadiense. Hablaba sobre la vida del bosque. Es cierto que se respiraba un cierto aroma a teorías un poco New Age, pero la verdad es que me pareció sumamente interesante. Os pongo el link por si queréis verla, cosa que recomiendo. Pero no es necesario verla para continuar leyendo.


La charla nos hace caer en la cuenta de que el bosque no es la simple reunión de árboles. Afirma, y demuestra, que todos los árboles, incluso de especies distintas, están unidos entre sí, se comunican y comparten recursos vitales para su supervivencia. En particular, los árboles más altos y fuertes, cuidan de los más pequeños. Éstos últimos, en un bosque cerrado tienen poco acceso a la luz y, por tanto, poca posibilidad de llevar a cabo la función clorofílica, cosa que necesitan para alimentarse. Pero, afortunadamente para ellos, reciben lo que les falta de los arboles que sobresalen de la bóveda del bosque y se bañan en la luz. Asimismo, durante el invierno, los árboles de hoja caduca reciben nutrientes de los de hoja perenne. Es muy curioso cómo esta científica llegó a demostrar eso. Tapó dos plántulas del bosque con plásticos, una con uno translúcido y la otra con uno opaco. Naturalmente, el que estaba tapado con un plástico opaco no podía, de ninguna forma, realizar la función clorofílica. En la bolsa de la plántula tapada con el plástico transparente inyectó un CO2 sintetizado con un isótopo radiactivo del carbono. Como se sabe, la función clorofílica utiliza el CO2 y la luz para sintetizar los nutrientes que la planta necesita. Al cabo de un cierto tiempo revisó ambas plantas. A primera vista se veía que la planta tapada con el plástico oscuro, no parecía estar sufriendo demasiado por no poder llevar a cabo la función clorofílica. Pero, además, al acercar un contador geiger a esa planta, éste detectó en ella radioactividad. Es decir, la planta que había permanecido sin luz, había recibido sustancias sintetizadas por la planta con luz y no podía haberlas recibido más que por el subsuelo.

Ahora bien, cada árbol tiene sus raíces, son organismos separados y distintos. ¿Cómo podía realizarse este intercambio? Los árboles de los bosques tienen una relación simbiótica con determinados hongos. Y esos hongos sí que forman un solo organismo –o, al menos son organismos interconectados, como una madre gestante está unida al feto por la placenta y el cordón umbilical– a través de lo que se conoce con el nombre de micelio o rizoma (no sé hasta qué punto estas dos palabras son sinónimas). El humus del bosque está tapizado por una red increíblemente densa de rizoma. Ahora el camino parece claro. Los árboles más altos, o los que tienen hojas en invierno, ceden los nutrientes que elaboran a los hongos con los que están en simbiosis, estos los transportan a través del rizoma y los árboles que no pueden llevar a cabo adecuadamente la función clorofílica, los reciben a través de los hongos con los que simbiotan.

Comprenderéis perfectamente cómo, tras ver ese vídeo, la ardua labor de escribir sobre la comunión de los santos quedó allanada. Este vídeo me lo pone huevo. Casi me da apuro establecer yo mismo el paralelismo, pero ya que estoy… Vaya por delante que quien crea que la realidad es sólo lo que se ve, lo que se toca, lo que se mide o pesa, es decir, lo material, pensará que no puede existir nada similar al rizoma en el ámbito espiritual, sencillamente porque lo espiritual no es material y, por lo tanto, no existe. Pero esta forma de ver la realidad, respetable, como cualquier otra, no tiene el más mínimo derecho intelectual para decir que es más racional verlo así. Es una creencia absolutamente indemostrable mediante el método científico –el único en el que cree una persona con esas creencias– por muy arraigada que la tenga quien sea. Sin embargo, usando la razón, parece poco probable que toda la realidad se circunscriba a las tres dimensiones más el tiempo que son las únicas accesibles a la experimentación científica. Parece menos racional postular que todo se limite a tres “mágicas” dimensiones. ¿Qué razón intelectual hay para descartar un número infinito de dimensiones posibles? Ninguna. Y en esas dimensiones, tan reales como cualesquiera otras, aunque no sean accesibles a nuestros tridimensionales aparatos de medida, puede haber rizomas espirituales.

Y a ese rizoma espiritual le podemos llamar gracia. Creo que en esta alegoría, tan indemostrable como irrefutable, los árboles enormes que tienen acceso a la luz son los santos. Los que están ya en la Luz de Luz y los que aún viven en el bosque. Me ha dado pudor usar en la frase anterior la primera persona del plural. Pero, ¡qué demonios!, ¿por qué? Todos nosotros somos santos en la medida en que estamos simbiotizados por el rizoma espiritual. Podremos se santos más o menos altos, con más o menos acceso a la Luz, pero si estamos en simbiosis con la gracia somos santos. Tendremos momentos oscuros, épocas sin hojas, pero somos santos. Y si crecemos cómo árboles, es decir si crecemos en santidad, seremos cada vez más altos, absorberemos más luz, generaremos más nutrientes para nosotros y para los demás. Creo importante señalar una cosa. El árbol no crece por el esfuerzo que hace. Crece por los nutrientes que genera, sin saber cómo, al tener acceso a la luz y al rizoma. Asimismo, el crecimiento hacia la santidad no es fruto de nuestro esfuerzo, sino de la acción conjunta en nosotros de la luz y del rizoma. Y del agua, que tampoco los árboles la generan. Me vienen a la cabeza unos versos de Miguel Hernández, en su poema “Andaluces de Jaén”, refiriéndose a los olivos.

“No los levantó la nada
ni el dinero ni el señor,
sino la tierra callada,
el trabajo y el sudor.

Unidos al agua pura
y a los planetas unidos,
juntos dieron la hermosura
de sus troncos retorcidos”

Así es. Para crecer en santidad, la nada nada puede. Ni el dinero, ni los honores de este mundo. Sólo el agua pura, los lejanos y misteriosos planetas con su luz, pueden dar la hermosura de la santidad. Porque la santidad es bella. La santidad de millones de santos tiene más belleza que un cielo cuajado de estrellas. Y tampoco las estrellas han hecho nada para ser estrellas. Se han dejado guiar por unas leyes que encierran en sí la sabiduría y la fuerza para hacer agua, estrellas, planetas y olivos y que no pueden ser razonablemente explicadas por la nada. Si la santidad floreciese en este mundo, si nos dejásemos llevar hacia ella por quien tiene poder de llevarnos, el mundo que vivimos por debajo de las estrellas sería más bello que el de arriba, que no puede hacer otra cosa que seguir esas leyes. Tendría sobre él la ventaja de la inmensa y grandiosa belleza de la libertad.

Pero, ¿y el trabajo y el sudor? Es evidente que sin el trabajo y el sudor, los olivos no crecen ni las aceitunas pueden ser recolectadas. Aprovecho, no puedo evitarlo, para decir que sin el dinero del inversor, tampoco, aunque a buen seguro a Miguel Hernández, al que admiro, no le gustaría esto. Efectivamente, en el mundo material, poco puede hacerse sin el trabajo combinado de dinero y esfuerzo, de ambos. En el mundo sublunar, este imperfecto nuestro, de seres libres, la perfección no se puede alcanzar sin esfuerzo. Pero identificar perfección y santidad es un tremendo error. La santidad está en el ámbito de la gracia, de la gratuidad. Crecer en santidad sólo requiere dos condiciones, anhelarla y pedirla. “¿Qué padre de entre vosotros si su hijo os pide un pez, le dará en vez del pescado una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más, vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a quien se lo pida?[1].

Ahora bien, lo terrible de la libertad, de la que carecen los árboles del bosque o las estrellas, es que nosotros podemos cavar una fosa a nuestro alrededor, o matar a los hongos que simbiotan con nosotros o cortar el rizoma conductor. ¡Qué tragedia renunciar a toda la riqueza y belleza que eso a lo que renunciamos nos podría dar! Entonces, privándonos de eso, tal vez sea posible alcanzar un alto grado de perfección a base de enorme esfuerzo. Pero la perfección, en la que si se avanza con santidad, es estupenda, se convierte en perfeccionismo sin ella. Y el perfeccionismo suele ser un infierno para uno mismo y para los demás en ausencia de santidad. En cambio, desde la santidad, sin que de ninguna manera se instale uno en la imperfección, ésta se puede aceptar con paz e, incluso amarla como el acicate que nos impulse a anhelar y pedir con humildad la santidad. Por su imperfección uno se sabe pequeño y pobre y sabe que necesita la gracia. Y la gracia transforma a la persona, su vida y la de los que le rodean. Poco a poco, sin hacer ruido, sin que apenas se note, el cambio se va produciendo. Sólo con el paso de los años se ve claramente su fruto. Es como cuando uno asciende a un monte por un camino sin apenas pendiente, entre alta vegetación. No sabe a dónde está llegando ni se entera que gana altura. Pero en un momento dado, de repente, en un recodo del camino, sale de entre la vegetación y tiene una visión desde la altura del valle del que viene. Y queda sobrecogido de la belleza del paisaje que ve. Y se pregunta cómo ha podido llegar hasta allí. Y envía hacia el valle la gracia que recibe. Y todo eso le produce una inmensa alegría.

¿Me permitiré una vuelta más de tuerca? Sí, me la voy a permitir. Aunque el credo de los apóstoles habla sólo de la comunión de los santos, esta creencia está muy ligada a otra, la del cuerpo místico de Cristo. San Pablo es el valedor de esta doctrina. La explica de forma magistral, entre otros pasajes, en 1 Corintios 12, 12-31, pasaje del que sólo voy a citar aquí hasta el versículo 13.

“Del mismo modo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, por muchos que sean, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque todos nosotros, judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos recibido un mismo Espíritu en el bautismo, a fin de formar un solo cuerpo”.

Para mí, ambas creencias, comunión de los santos y cuerpo místico de Cristo, son tan complementarias como la anatomía y la fisiología. La anatomía nos dice de qué está compuesto el cuerpo, mientras que la fisiología nos enseña cómo funciona como un sistema. Cada árbol del bosque humano, cada una de sus hojas, flores, ramas, troncos, cada tallo enterrado del rizoma, cada uno de los hongos, forman parte del cuerpo místico de Cristo. Y la forma en que la gracia se absorbe de la Luz de Luz, se transforma en nutrientes espirituales que llegan a cada uno de los miembros de ese cuerpo a través de los rizomas y los hongos para enriquecer al conjunto, es la comunión de los santos. Es difícil encontrar una creencia con una belleza más sobrecogedora que ésta.

¡Ah! por cierto Blanca sacó un 6,5 en patrología… y un 8 en liturgia… y un 6 en moral de la persona… ¡Toma ya!


[1] Lucas 11, 11-13. Mateo 7, 9-12 dice que el Padre celestial dará cosas buenas a quién se lo pida. Creo que la precisión de Lucas de qué son esas cosas buenas es muy pertinente.

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