1 de noviembre de 2017

¿Por qué me gustan tanto estos dos días de Todos los Santos y difuntos?

Estos dos días del calendario, 1 y 2 de Noviembre, días de Todos los Santos y de difuntos, son, junto con el día de la Resurrección y la Navidad, los que más me emocionan del año. Pudiera parecer que, para seguir el orden cronológico debieran ordenarse al revés: primero el de los difuntos y, después, el de los santos. Pero no, está bien como está, porque este orden sigue la flecha de la Esperanza.

Encuentro terrible lo que hemos hecho de la idea de santidad en este mundo, empezando por los propios católicos. Hemos hecho de los santos una especie de seres desencarnados, viviendo en alguna esfera lejana y etérea que pensamos que han pasado por este mundo levitando. O sea, nada que ver con nosotros. Y nada más lejos de la realidad. Los santos han sido, todos, gente débil, caída, mediocre, ramplona y hasta perversa… como nosotros. Pero han sido tocados por la gracia de Dios. Y no porque fuesen especiales, sino por el mero hecho de que se dejaron tocar. Si Dios toca a un apóstata cobarde, lo convierte en san Pedro. Si toca a un soberbio, lo convierte en san Agustín. Si toca a una prostituta, la convierte en santa María Magdalena, si toca a un avaricioso corrupto y sinvergüenza, lo convierte en san Mateo. Si toca a un cómplice de asesinato y a un violento fundamentalista, lo convierte en san Pablo. Y así siempre. La única diferencia es que ellos se dejaron tocar por la gracia. ¿Qué pasaría si nos dejásemos tocar a nosotros que no somos ni apóstatas (al menos no demasiado), ni soberbios (al menos no demasiado), ni prostitutas (al menos no demasiado), ni avariciosos corruptos y sinvergüenzas (al menos no demasiado), ni cómplices de asesinatos o fundamentalistas violentos (al menos no demasiado)? Eso sí, después de ese toque, y sin que la naturaleza caída deje de tirar hacia abajo (Simone Weil escribió un magnífico libro que se llama “La gravidez y la gracia), todos ellos se convirtieron en gente muy especial que era capaz de vencer la gravidez de su miseria y ayudar a otros a vencer la suya. Su vida vacía se llenó, su maldad (o mediocridad) se convirtió en magnanimidad, su ir tirando se convirtió en aventura, sus penas en esperanza, su tristeza en alegría… Esa es la santidad. A ella deberíamos abrirnos. Es para nosotros, para todos y cada uno de nosotros, para la muchedumbre inmensa de los que nos movemos en este mundo entre nuestras miserias. Así lo dice el Apocalipsis en la lectura de esta festividad de Todos los Santos.

“Después de esto apareció en la visión una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritaban con voz potente: «¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!» Y todos los ángeles que estaban alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes cayeron rostro a tierra ante el trono, y rindieron homenaje a Dios, diciendo: «Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén.» Y uno de los ancianos me dijo: «Ésos que están vestidos con vestiduras blancas ¿quiénes son y de dónde han venido?» Yo le respondí: «Señor mío, tú lo sabrás.» Él me respondió. «Éstos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero»”.

Por eso, nuestros padres, hijos, hermanos, amigos que nos hayan podido dejar, pueden estar en esa inmensa multitud anónima de santos que no está lejos, sino que está en nosotros y que en nosotros ha dejado su huella. Porque la santidad suele dejar su huella en este mundo. ¡Cómo se transformaría este mundo con una multitud de santos que dejase su huella! En medio de la gran tribulación, lavemos nuestra vida en la sangre del Cordero y la gran tribulación empezará a menguar. Por eso yo quiero estar en ese cortejo. Canto en un coro que, a veces, cantamos góspel. Y, también a veces cantamos el famosísimo himno de “¡Oh when de saints gomarching in, I want to be in that order!”. Sí, yo quiero estar en ese orden, en ese cortejo, y dejar mi huella en este mundo y en la gente que quiero. El otro día, con mi coro, cantamos en un funeral. Un hijo del fallecido leyó un texto de Teilhard de Chardin que se me quedó grabado. Decía, más o menos. “Lo mejor que hay en nosotros son las cosas buenas nuestras que hayamos dejado en los demás y las cosas buenas que los demás hayan dejado en nosotros”. Porque nuestra santidad se realimenta con la santidad de otros y viceversa.

Y viene el día 2, el de los difuntos. Tal vez todavía no hayan llegado a esa santidad anónima, pero esperamos que, por la misericordia de Dios, están (y uso el presente de indicativo, no del subjuntivo) en el cortejo, they are marching in. Y nosotros, con nuestras oraciones, podemos acelerar la marcha del cortejo.

Pero lo más grande de estos días es la esperanza de la resurrección. Los cristianos sabemos que un día, los que seamos santos, los de esa multitud que vivimos en la gran tribulación, no seremos sólo un espíritu desencarnado. No. Creemos en la resurrección de la carne. Desde la lejana tradición bíblica, Job nos dice: “Yo sé que mi defensor está vivo y que, al final, se alzará sobre el polvo; y después de que mi piel se haya consumido, con mi propia carne veré a Dios. Yo mismo lo veré, lo contemplarán mis ojos, no los de un extraño; y en mi interior suspirarán mis entrañas”. Y esta lejana promesa bíblica se cumplió en Jesucristo, que está vivo, en carne y alma, como yo lo estaré y al que yo veré y tocaré, junto a mis seres queridos, como veo y toco ahora a los que tengo a mi lado. En la antigua Roma, en la colina Vaticana, donde ahora está la basílica, había, y hay todavía, una necrópolis. Excavaciones recientes la han descubierto y se está excavando debajo de ella. Era un cementerio de gente pobre. Pero, mezcladas con todas las demás sepulturas, hay algunas que se han identificado como cristianas. Tienen una inscripción que dice: “En préstamo”, en referencia a que su cuerpo estaba tan solo prestado a la tierra, no cedido en propiedad. Sería devuelto el día de la Resurrección. Yo disfruto cada vez que voy a un cementerio. Imagino el día de la Resurrección: Veo a una familia entera abrazándose como en una gran fiesta familiar, una boda o un bautizo, llenos de alegría. El bisnieto, que recordaba a su bisabuela como una vieja desdentada y decrépita, la mirará asombrado exclamando: “Bisabuela, pero si estás como un queso”. Porque la verá en su mayor plenitud. La que tal vez nunca tuvo en su vida “real”.

Me permito reflexionar un poco sobre este misterio, de la mano de san Pablo. Dice este santo que fue un violento fanático: “Alguno preguntará: ¿cómo resucitarán los muertos? Lo que siembras no germina si no muere. Y lo que siembras no es la planta entera que ha de nacer, sino un simple grano de trigo, por ejemplo, o de alguna otra semilla. Y Dios proporciona a lo que se siembra el cuerpo que le parece conveniente y a cada semilla el cuerpo que le corresponde. […] Así sucederá también con la resurrección de los muertos. Se siembra algo incorruptible, resucita incorruptible; se siembra algo mísero, resucita glorioso; se siembra algo débil, resucita pleno de vigor…”. Y yo añadiría: Se siembra algo defectuoso, resucita corregido, sin el defecto. Porque, además, en la Resurección, todos reflejaremos la Única Belleza, la Gran Belleza, la Belleza de Dios. Así veo la fiesta de la Resurrección. Por eso me gusta ir a los cementerios. Por la plenitud de la vida, no por el recuerdo de la muerte. Así lo describí en las últimas líneas de mi libro “La victoria del sol”: Tuvimos una cena familiar para más de sesenta personas y tres generaciones. En un momento me sentí como parte de un frondoso árbol que extendía sus ramas protectoras hacia el cielo. Yo era una de esas ramas. Había muchas más, grandes y pequeñas. Y muchas hojas. Hacia abajo, las raíces, enterradas, pero no muertas, sorbían la savia del suelo y la bombeaban hacia arriba. Paralelamente era también tronco de otro árbol, hojas de otros muchos y percibí, fuera del espacio y el tiempo, que sería raíz enterrada de otros. Un entramado inextricable de árboles, de los que yo era en cada uno algo distinto, rama, tronco, hojas o raíz se tejió ante mí. Todos tendían sus ramas hacia la inmortalidad. Entonces sí que noté que ese era el día más feliz de mi vida”.


No sé si he expresado bien por qué estos días, 1 y 2 de Noviembre, días de Todos los Santos y de Difuntos, están para mí entre los más alegres del año. Pero espero que, bien o mal expresadas, estas líneas os transmitan esperanza y alegría.

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