22 de julio de 2017

Equivocarse con Pedro

El pasado 18 de Julio se cumplieron 147 años de la declaración del dogma, en el concilio Vaticano I, de la infalibilidad del Papa cuando éste habla ex-cátedra, cosa que sólo puede hacer cuando se refiere a cuestiones de dogma y de moral. Este dogma de la infalibilidad papal produjo no pocos escándalos en la Iglesia de la época. Sin embargo, sólo vino a clarificar algo que, de una manera no muy delimitada, se creía desde los albores de la Iglesia. Hay muchos y cumplidos ejemplos de esta creencia previa a la declaración del dogma, pero no me detendré en ellos. Traigo esto a colación porque en los últimos días y de una forma recurrente me han llegado rebrotes de una cuestión que arranca de los dos sínodos sobre la familia que tuvieron lugar en 2014 y 2015 y de la exhortación postsinodal “Amoris Laetitia” del Papa Francisco. Mucha gente se ha rasgado las vestiduras porque, afirman, que en estos documentos se pone en cuestión nada menos que la indisolubilidad del matrimonio y la obligatoriedad de estar en gracia de Dios para recibir el sacramento de la Eucaristía, así como otras cuestiones referentes al sacramento del perdón. Ciertamente, Francisco no ha hablado ex-cátedra, y es altísimamente improbable que lo haga. Por tanto cualquier cosa que pueda decir, incluso en cuestiones de dogma y de moral, no será de obligada aceptación. Aun así, cuando un Papa, aún sin hablar ex-cátedra se ciñe a temas de dogma y moral, merece, salvo que contradiga doctrinas anteriormente sancionadas dogmáticamente, merece el máximo respeto y acatamiento. Y parece que este respeto no se está produciendo por parte de miembros de la jerarquía y de católicos de a pie.

Efectivamente, un grupo de cuatro cardenales le han pedido al Papa, de forma un tanto conminatoria, que aclare unos puntos de la “Amoris laetitia” que, a su juicio, pueden ir contra la indisolubilidad del matrimonio o en el sentido de abrir el camino a los separados o divorciados que hayan contraído una nueva unión, para acercarse a los sacramentos de la Reconciliación o la Eucaristía. Por supuesto, esta petición de aclaraciones no supone ninguna falta de respeto. Pero tal vez la forma de pedirlas y, seguro, la forma de difundirlas, sí lo son. También hay un gran malestar, entre círculos eclesiásticos, que, no obstante se ha contagiado a muchos católicos, acerca del cese más o menos fulminante de determinados obispos y/o cardenales, en favor de otros que podrían ser más afines al pensamiento de Francisco. Ni afirmo ni niego que pueda haber alguna relación entre ambas cuestiones. Sobre esta yesca, recientemente, ha saltado la chispa de una carta que el Papa emérito, Benedicto XVI ha mandado para ser leída en el funeral del cardenal Meismer, amigo suyo y uno de los cardenales que pedía a Francisco aclaraciones y que ha muerto recientemente.

En esta carta de Benedicto XVI, vaticanistas “expertos” han creído leer entre líneas una llamada de atención del Papa emérito a Francisco. Yo he leído lo que estos sabios “expertos” me han dejado leer de esa carta. El párrafo “incendiario” de la carta de Benedicto es uno que dice que “el Señor no abandona a su Iglesia, ni siquiera cuando la barca está a punto de volcarse”. Por supuesto, yo carezco de la perspicacia y la “romanitá” de la que hacen gala estos vaticanistas. Los “expertos” en leer entre líneas son a menudo tan sutiles que uno, en su simpleza, se pregunta si no estarán buscando tres pies al gato. Claro que alguien que no se los buscase, probablemente no gozaría de la fama de “experto” vaticanista de la que éstos gozan. Pero a mí se me antoja que un experto en historia de la Iglesia, como es Benedicto XVI, conoce muchísimos momentos históricos en los que la barca de Pedro ha estado haciendo agua de forma infinitamente más peligrosa que ahora. Me cuesta pensar que Benedicto XVI, que además es de una prudencia exquisita y lleva su papel de Papa emérito con una discreción admirable, se refiera en esa frase al inminente hundimiento de la Iglesia. Pero, claro, yo no soy más que un pardillo frente a gente tan avispada. Seguramente si dijese esto en su presencia me mirarían con la condescendencia con la que se mira a un niño ingenuo.

Pero, vamos al meollo. He leído dos veces, con detenimiento, la exhortación “Amoris Laetitia” y, con anterioridad, leí con lupa las dos “relatios” de los dos sínodos de la familia. En ninguno de los tres textos, la exhortación postsinodal y las dos relatios, he encontrado nada que permita hacer pensar que hay algo en contra de la indisolubilidad del matrimonio[1]. Tengo amigos que se han sentido enormemente incómodos y hasta indignados con este documento. Precisamente por esto les he pedido por favor –de verdad, no retóricamente– que me indicasen algún pasaje o expresión que les hiciese pensar que sí había una duda sobre la indisolubilidad del matrimonio en el texto. Ninguno me ha respondido con una cita concreta ni con un razonamiento basado en el texto. Yo, en cambio, sí puedo citar párrafos del mismo en los que explícitamente se expresa sin lugar a dudas la indisolubilidad del vínculo matrimonial[2]. Pero –y otra vez lo digo con absoluta sinceridad– estaría perfectamente dispuesto a reconocer mi error, con la alegría que produce el descubrimiento de la verdad, aunque con la tristeza de ver que un Papa va en contra de un clarísimo pasaje evangélico, ante cualquier cita del documento o razonamiento sobre él que demostrase que estoy equivocado.

Un asunto mucho más sutil el del acceso a los sacramentos de los divorciados o separados que viven en una segunda unión. Por supuesto, tampoco hay en ninguno de los tres textos ninguna mención a que esto sea algo permitido con carácter general. Si lo hubiera, sería algo verdaderamente preocupante, porque los Evangelios son, como se ha visto, clarísimos a este respecto. El que deja a su mujer o su marido y se casa con otra u otro, comete adulterio. Y el adulterio es una falta grave según la doctrina de la Iglesia sólidamente establecida y según otra doctrina no menos sólida, no se puede acudir al sacramento de la reconciliación sin propósito de la enmienda ni se puede acceder a la Eucaristía en pecado mortal[3]. Pero, insisto, no hay en ninguno de los tres documentos nada que suponga un permiso generalizado para acudir a estos sacramentos por parte de las personas que están en esa situación. Hay sin embargo, esbozada de una manera muy sutil una cuestión que posiblemente haya levantado ampollas en muchos cristianos y pastores de la Iglesia. Habla de casos particulares en los que debe haber un acompañamiento especial y un profundo discernimiento por parte de los obispos, sin explicitar de ninguna manera que en esos casos particulares se pueda acceder a los sacramentos antes citados, aunque sin tampoco cerrar esa puerta explícitamente. Pero, a ciertas sensibilidades este lenguaje les desagrada. Querrían un NO tajante y generalizado en vez de algo que juzgan como ambigüedad y una apertura de una rendija en una puerta que tal vez, temen, en un futuro se pueda abrir del todo. Lo que hay detrás de esta ambigüedad es, sin embargo, y a mi entender, algo que creo que sí debe plantearse.

De pequeño, me aprendí en el colegio el catecismo de memoria. Algo de ese aprendizaje ha quedado en ella hasta hoy. Decía el catecismo de entonces –y lo dice el actual Catecismo de la Iglesia Católica– que para que haya pecado mortal tienen que darse tres condiciones. No una, ni dos, no, tres. 1ª que la falta sea en materia grave. 2ª que haya plena advertencia y, 3ª, que haya perfecto consentimiento. No me atrevería yo a hacer una interpretación personal de los límites de estas tres condiciones. Por eso cedo la palabra al Catecismo de la Iglesia Católica que cito textualmente permitiéndome únicamente poner en negrita algunas frases.

1735 “La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales”.

1858  “La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: “No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre” (Mc 10, 19). La gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño”.

1859. “El pecado mortal requiere plena conciencia y entero consentimiento. Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios. Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal. La ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón (cf Mc 3, 5-6; Lc 16, 19-31) no disminuyen, sino aumentan, el carácter voluntario del pecado. 1860. La ignorancia involuntaria puede disminuir, y aún excusar, la imputabilidad de una falta grave, pero se supone que nadie ignora los principios de la ley moral que están inscritos en la conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado más grave es el que se comete por malicia, por elección deliberada del mal”.

A la vista de lo anterior, ¿puede haber casos en los que para una persona divorciada o separada que vive en una nueva unión concurran circunstancias que hagan que no se dé la tercera de las condiciones? No me cabe duda que puede haberlos. Y, si los hay, esta persona no está en pecado mortal. Y si no lo está, puede acceder a los sacramentos. ¿Merecen estos casos particulares ser discernidos por los pastores de la Iglesia y, en su caso, dar un permiso especial? Me caben pocas dudas de que lo merecen.

En su momento, al acabar el segundo sínodo de la familia, en octubre de 2015, me expresé diciendo que creía que el Papa debería ser explícito en este asunto. Ahora no estoy convencido. Creo que es un tema muy espinoso, en el que hay muchas sensibilidades que hay que cuidar y respetar con delicadeza y que, por tanto, el Papa hace bien en dejar el asunto en maceración. Entre las virtudes de este Papa, la de la prudencia probablemente no esté entre las que posee en mayor grado. Sin embargo, en este caso, sí está actuando con una gran prudencia. No así los cardenales que le urgen a que responda, a que lo haga  YA y a que lo haga con monosílabos, sí o no, como si de un referendum se tratara. Menos correcta aún me parece la postura de los cardenales de, partiendo del silencio del Papa, filtrar sus preguntas a la palestra pública a través de un conocido vaticanista. La postura prudente y humilde hubiese sido aceptar ese silencio, comprendiendo que el Papa puede tener razones para no responderles en el plazo o la forma en que ellos exigen. La carta de los cardenales en la que se hace públicas estas preguntas empieza con un planteamiento que no sería descabellado calificar como “excusatio non petita…”. Además, en esta carta, mientras las dudas se expresan largamente, parece que se pide al Papa que conteste con un monosílabo a cada duda.

Para no quedarme a mitad de camino, no tengo más remedio que decir cuáles son estas cinco dudas planteadas por estos cuatro cardenales. A mi juicio, las cuatro primeras están contestadas con los párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica que he citado más arriba. Me produce un asombro y una extrañeza adicionales que lo que para mí, mente simple, queda aclarado con una simple visita a ese Catecismo, para miembros de la alta jerarquía de la Iglesia requiera una aclaración conminatoria del Papa. Máxime cuando no se ha promulgado ni una sola norma canónica que cambie lo que era válido hasta ahora y, por supuesto, sigue siéndolo.

No copio las largas consideraciones de los cardenales en el planteamiento de sus dudas. Me limito a citar los párrafos de la “Amoris laetitia” que despiertan esas dudas. Que cada uno vea si, con un simple ejercicio de lectura, se pueden o no explicar esos párrafos dudosos a la luz del catecismo.

Duda 1 Nota a pie de página 351 del párrafo 305 de la exhortación. (cito el párrafo sólo parcialmente e íntegra la nota al pie)
A causa de los condicionamientos o factores atenuantes, es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado —que no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno— se pueda vivir en gracia de Dios, se pueda amar, y también se pueda crecer en la vida de la gracia y la caridad, recibiendo para ello la ayuda de la Iglesia [351] [En ciertos casos, podría ser también la ayuda de los sacramentos. Por eso, «a los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor»: Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 44: AAS 105 (2013), 1038. Igualmente destaco que la Eucaristía «no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles» ( ibíd, 47: 1039).]

 Duda 2. Párrafo 304 que cito entero.
304. Es mezquino detenerse sólo a considerar si el obrar de una persona responde o no a una ley o norma general, porque eso no basta para discernir y asegurar una plena fidelidad a Dios en la existencia concreta de un ser humano. Ruego encarecidamente que recordemos siempre algo que enseña santo Tomás de Aquino, y que aprendamos a incorporarlo en el discernimiento pastoral: «Aunque en los principios generales haya necesidad, cuanto más se afrontan las cosas particulares, tanta más indeterminación hay [...] En el ámbito de la acción, la verdad o la rectitud práctica no son lo mismo en todas las aplicaciones particulares, sino solamente en los principios generales; y en aquellos para los cuales la rectitud es idéntica en las propias acciones, esta no es igualmente conocida por todos [...] Cuanto más se desciende a lo particular, tanto más aumenta la indeterminación»[347]. Es verdad que las normas generales presentan un bien que nunca se debe desatender ni descuidar, pero en su formulación no pueden abarcar absolutamente todas las situaciones particulares. Al mismo tiempo, hay que decir que, precisamente por esa razón, aquello que forma parte de un discernimiento práctico ante una situación particular no puede ser elevado a la categoría de una norma. Ello no sólo daría lugar a una casuística insoportable, sino que pondría en riesgo los valores que se deben preservar con especial cuidado[348].

Duda 3 Párrafo 301, que cito íntegro
301. Para entender de manera adecuada por qué es posible y necesario un discernimiento especial en algunas situaciones llamadas «irregulares», hay una cuestión que debe ser tenida en cuenta siempre, de manera que nunca se piense que se pretenden disminuir las exigencias del Evangelio. La Iglesia posee una sólida reflexión acerca de los condicionamientos y circunstancias atenuantes. Por eso, ya no es posible decir que todos los que se encuentran en alguna situación así llamada «irregular» viven en una situación de pecado mortal, privados de la gracia santificante. Los límites no tienen que ver solamente con un eventual desconocimiento de la norma. Un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener una gran dificultad para comprender «los valores inherentes a la norma»[339] o puede estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa. Como bien expresaron los Padres sinodales, «puede haber factores que limitan la capacidad de decisión»[340]. Ya santo Tomás de Aquino reconocía que alguien puede tener la gracia y la caridad, pero no poder ejercitar bien alguna de las virtudes[341], de manera que aunque posea todas las virtudes morales infusas, no manifiesta con claridad la existencia de alguna de ellas, porque el obrar exterior de esa virtud está dificultado: «Se dice que algunos santos no tienen algunas virtudes, en cuanto experimentan dificultad en sus actos, aunque tengan los hábitos de todas las virtudes»[342]

Duda 4
Otra vez sobre otro aspecto del párrafo 304 citado anteriormente

Duda 5 Párrafo 303
303. A partir del reconocimiento del peso de los condicionamientos concretos, podemos agregar que la conciencia de las personas debe ser mejor incorporada en la praxis de la Iglesia en algunas situaciones que no realizan objetivamente nuestra concepción del matrimonio. Ciertamente, que hay que alentar la maduración de una conciencia iluminada, formada y acompañada por el discernimiento responsable y serio del pastor, y proponer una confianza cada vez mayor en la gracia. Pero esa conciencia puede reconocer no sólo que una situación no responde objetivamente a la propuesta general del Evangelio. También puede reconocer con sinceridad y honestidad aquello que, por ahora, es la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que esa es la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo. De todos modos, recordemos que este discernimiento es dinámico y debe permanecer siempre abierto a nuevas etapas de crecimiento y a nuevas decisiones que permitan realizar el ideal de manera más plena.

Debo reconocer que este párrafo de la exhortación me parece bastante confuso, y no creo que pueda ser respondido con las citas anteriores del Catecismo de la Iglesia Católica. Pero, en modo alguno veo en este párrafo, hasta donde alcanzo, nada que vaya en contra de ninguna doctrina sólidamente establecida en la Iglesia.

Por todo lo anterior, no puedo comprender que se hagan sonar los tambres de guerra y que haya quien inflama las redes sociales con estas cosas. Ya tenemos bastante con los sedevacantistas que opinan que la sede de Pedro está vacante desde el concilio Vaticano II porque todos los Papas posteriores a él, Juan XXIII incluido, son herejes. Probablemente vivimos uno de los mejores periodos de la historia del Papado. Cada Papa tiene su estilo que puede gustar más o menos, pero me atrevo a decir que nunca ha habido en la historia del Papado un siglo largo como ha sido el XX y lo que llevamos del XXI en el que se hayan sucedido tantos Papas tan estupendos. En la historia de la Iglesia ha habido Papas espantosamente lamentables. Sin embargo, ninguno ha tenido la osadía de intentar torcer los principios morales sólidamente establecidos en la Iglesia para satisfacer sus vicios personales. Y no creo que vaya a ser este Papa el que lo haga. Por tanto, en estos temas, que son de dogma y de moral, y aunque el Papa no se pronuncie ex-cátedra yo estoy, hasta ahora y previsiblemente estaré, con él. Si me equivoco, me equivoco con Pedro. Pero no alentaré ni daré pábulo a lamentables rebrotes sedevacantistas ni críticas que no siempre parten de la mejor voluntad.

Una aclaración que considero importante

Por si alguno piensa que son un Papapelota, quiero dejar claro, y no es la primera vez que lo hago, que tengo muy serias diferencias con este Papa en lo que a cuestiones de economía política se refiere. Pero creo que me lo puedo, y me lo debo, permitir porque estos temas no entran en la esfera en la que el Papa es una autoridad y, con todo el respeto, creo que mi formación y conocimientos son muy superiores a los suyos. Además, también creo que su conocimiento de la realidad política económica del mundo está fuertemente sesgada por haber crecido en una región y un país en concreto, donde los populismos y dictaduras de izquierdas y de derechas han hecho que conozca sólo una caricatura de la economía de libre mercado y la democracia. Determinadas ideas económicas y políticas expresadas en su exhortación apostólica “Evangelii Gaudium” me parecen gravemente equivocadas y creo que en su encíclica “Laudato si”  yerra lamentablemente el tiro. Y creo que son cuestiones vitales, porque si es cierto, por supuesto, que no sólo de pan vive el hombre, no lo es menos que si no se libera de la miseria, poco más se puede hacer. Y, estoy firmemente convencido de que el único sistema que puede sacar al mundo, A TODO EL MUNDO, de la miseria, es la economía de libre mercado y que cualquier otro sistema perpetúa esta miseria y la puede extender a países que parece que están poco a poco saliendo de ella o, incluso, hacer que vuelva a naciones de la que está prácticamente erradicada. Varias veces he escrito al Papa acerca de esto con anterioridad, desde el más cuidado y comedido estilo de respeto, explicándole mi punto de vista y pidiéndole, sin ninguna esperanza y con todo el entendimiento del mundo, una entrevista para cambiar impresiones sobre este tema. Pero cuando se trata de dogma y moral, su autoridad me supera infinitamente, y no seré yo quien colabore a su acoso.

Conclusión

En muchas de sus alocuciones en viejes, Francisco suele terminar con una frase en la que nos exhorta a que recemos por él y que hagamos que otros hagan lo mismo. Pues bien, yo, obedeciendo a esta exhortación, rezo por Francisco, para que el Espíritu Santo guíe sus caminos y os pido a todos vosotros que hagáis lo mismo.



[1] El evangelio es clarísimo, por boca de una sentencia directa de Jesús, en lo que a la indisolubilidad del matrimonio se refiere: “¿No habéis leído que el Creador, desde el principio, los hizo varón y hembra y, y que dijo: ‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos uno sólo’? De manera que ya no son dos, sino uno. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre […] Ahora yo os digo: ‘El que se separa de su mujer, excepto en caso de unión ilegítima, y se casa con otra, comete adulterio’” (Mateo 19, 1-9). Quien crea en el Evangelio, poco puede puntualizar a esto.
[2] Nº 123 “Después del amor que nos une a Dios, el amor conyugal es la «máxima amistad»[122]. Es una unión que tiene todas las características de una buena amistad: búsqueda del bien del otro, reciprocidad, intimidad, ternura, estabilidad, y una semejanza entre los amigos que se va construyendo con la vida compartida. Pero el matrimonio agrega a todo ello una exclusividad indisoluble, que se expresa en el proyecto estable de compartir y construir juntos toda la existencia. Seamos sinceros y reconozcamos las señales de la realidad: quien está enamorado no se plantea que esa relación pueda ser sólo por un tiempo; quien vive intensamente la alegría de casarse no está pensando en algo pasajero; quienes acompañan la celebración de una unión llena de amor, aunque frágil, esperan que pueda perdurar en el tiempo; los hijos no sólo quieren que sus padres se amen, sino también que sean fieles y sigan siempre juntos. Estos y otros signos muestran que en la naturaleza misma del amor conyugal está la apertura a lo definitivo. La unión que cristaliza en la promesa matrimonial para siempre, es más que una formalidad social o una tradición, porque arraiga en las inclinaciones espontáneas de la persona humana. Y, para los creyentes, es una alianza ante Dios que reclama fidelidad: «El Señor es testigo entre tú y la esposa de tu juventud, a la que tú traicionaste, siendo que era tu compañera, la mujer de tu alianza [...] No traiciones a la esposa de tu juventud. Pues yo odio el repudio» (Ml 2,14.15-16)”.
Nº 124 “[…] Que ese amor pueda atravesar todas las pruebas y mantenerse fiel en contra de todo, supone el don de la gracia que lo fortalece y lo eleva. Como decía san Roberto Belarmino: «El hecho de que uno solo se una con una sola en un lazo indisoluble, de modo que no puedan separarse, cualesquiera sean las dificultades, y aun cuando se haya perdido la esperanza de la prole, esto no puede ocurrir sin un gran misterio»”.
Nº 178 “Muchas parejas de esposos no pueden tener hijos. Sabemos lo mucho que se sufre por ello. Por otro lado, sabemos también que «el matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación [...] Por ello, aunque la prole, tan deseada, muchas veces falte, el matrimonio, como amistad y comunión de la vida toda, sigue existiendo y conserva su valor e indisolubilidad»[199]. Además, «la maternidad no es una realidad exclusivamente biológica, sino que se expresa de diversas maneras»”
[3] “Por eso, quien coma o beba el cáliz del Señor indignamente, se hace culpable de profanar el cuerpo y la sangre del Señor. Examínese pues cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber el cáliz, porque quien come y bebe el cuerpo sin discernir, come y bebe su propio castigo”. (1 Corintios 11,27-29)

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