13 de julio de 2014

¿Alguien ha visto alguna vez al Homo Economicus?

Se dice que Diógenes, apodado el cínico, se paseaba con una linterna que acercaba al rostro de cada persona con la que se cruzaba. Tras escrutarle los rasgos, seguía su camino. Parece que un día alguien le preguntó por qué hacía eso, a lo que Diógenes contestó: “Busco un hombre honesto y no lo encuentro”.

Se oye muy a menudo hablar del Homo Economicus, pero hasta ahora no he visto ningún individuo de esa especie. Investigando sobre dónde podría encontrarlo, me topé con los economistas de la escuela neoclásica tardía. Todas las personas que intentaban entender por qué las cosas pasaban como pasaban quedaron fascinados con los hallazgos de Isaac Newton (1642-1727). Poder explicar el movimiento de los astros era algo impensable antes de que este genio de la humanidad descubriese unas leyes tan sencillas como las de la dinámica y las de la gravitación universal. A partir de ese momento, grandes matemáticos como Pierre Simon Laplace (1749-1827) o Henri Poincaré (1854-1912), entre otros muchos, se dedicaron, con enorme éxito, a modelizar matemáticamente el movimiento de todos los astros y de cualquier cuerpo en general, como balas de cañón o flechas, sometidos a diversas fuerzas. La exactitud y predictibilidad de sus resultados eran la envidia de todas las ciencias que, por la imposibilidad de tener tal exactitud y predictibilidad pasaron a denominarse “blandas”, frente a las que sí que podían hacerlo que se llamaban “duras”. Esto categorizó el prestigio de las ciencias y las “blandas” pasaron a ser consideradas como de segunda categoría frente a las “duras”.

Por supuesto, la economía caía dentro de la categoría de las ciencias “blandas”, de segunda. Porque el hombre, desgraciadamente –para los que lamentaban que la economía no estuviese en primera división, afortunadamente en realidad– es un ser demasiado complejo para que se pueda modelizar su comportamiento, como el de un asteroide, una bala ce cañón o una flecha a partir de unas sencillas fórmulas matemáticas. Pero ese pequeño detalle era fácil de arreglar. Si se quería que la economía ascendiese a primera división, bastaba con simplificar al hombre. Así, partiendo de algunos supuestos de Adam Smith (1723-1790), David Ricardo (1772-1823) y John Stuart Mill (1806-1873), los economistas se dedicaron a simplificar la idea de ser humano para hacerlo modelizable. Economistas como Francis Edgeworth (1845-1926), William Stanley Jevons (1835-1882), Léon Walras (1834-1910), Vilfredo Pareto (1848-1923) o Alfred Marshall (1842-1924), entre otros, fundaron la llamada escuela neoclásica de economía y construyeron modelos matemáticos con un hipotético hombre, simplificado hasta la caricatura. No he puesto las fechas del nacimiento y muerte de esos hombres por erudición. Lo he hecho porque, a mi entender, la coincidencia de fechas entre las vidas de los que matematizaron la astronomía y los que lo hicieron con la economía no es casual. Responde a una emulación de los segundos hacia los primeros.

Así fue tomando forma el Homo Economicus. Parece ser que fue Vilfredo Pareto el primero que usó este nombre en su forma latina. La simplificación del Homo Economicus podría resumirse en dos premisas.

1ª El Homo Economicus no hace planes a largo plazo. Su “trayectoria” viene marcada por las decisiones puntuales que toma en cada instante.
2ª El Homo Economicus toma siempre estas decisiones únicamente para maximizar su riqueza monetaria.

Esto le convierte en algo parecido a una piedra, que jamás se pregunta a dónde quisiera llegar y que, en cada momento, sigue una trayectoria marcada por las leyes de la dinámica. Sobre este engendro sí que se pueden aplicar leyes matemáticas sencillas. Este homúnculo sí que se puede modelizar. ¡Eureka! Sólo hay un pequeño problema. Que este hombre no existe. Es como el yeti o el monstruo del lago Ness: son famosos, todo el mundo habla de ellos, algunos dicen que los han vislumbrado de lejos, pero nadie los ha visto cara a cara ni ha tratado con ellos. Uno de los últimos matematizadores del Homo Econonicus fue John Nash (1928-  ), que obtuvo el premio Nobel de Economía en 1994 por su aplicación de la teoría de juegos al “Homo Economicus”. Nash demostró que el Homo Economicus actuaría siempre para alcanzar el llamado, equilibrio de Nash[1]. Pero una sencilla investigación real tiró por tierra totalmente su equilibrio.

En 1982 los economistas Güth, Werner, Schmittberger y Schwarze idearon un juego al que dieron el nombre del “juego del ultimátum”[2]. Es extremadamente sencillo. Hay dos jugadores, llamados el “proponente” y el “contestador”. Hay una suma de dinero a repartir. El proponente dice en qué proporción quiere que se reparta esa cantidad entre él mismo y el contestador. Si el contestador acepta, cada uno se lleva la parte que el proponente ha propuesto. Si el contestador se niega, ambos se quedan con las manos vacías. La fría lógica de maximización egoísta de la riqueza, el equilibrio de Nash, debería llevarnos a pensar que la propuesta más coherente sería 99/1. En efecto si el contestador acepta esta propuesta, se lleva 1, mientras que si la rechaza, aunque castiga al proponente dejándole sin nada, él también se queda con las manos vacías. Mejor 1 que nada, ¿no? –nos dice el equilibrio de Nash.

Desde que se inventó este juego, se han llevado a cabo miles de experimentos reales con dinero real en cantidades importantes –hasta el equivalente al sueldo de tres meses de proponente y contestador– y en distintos pueblos y culturas. Se han hecho de forma que proponente y contestador jugasen una sola vez y no se viesen las caras, para que no hubiese otro condicionante exterior al propio juego. Los resultados han sido muy diferentes de los predichos por el equilibrio de Nash. En general las propuestas eran próximas al 50/50 con una ligera ventaja para el proponente.

Puede pensarse que esta conducta bastante equitativa y muy distinta del equilibrio de Nash podría estar motivada por el miedo a que el contestador, actuando más por rencor que con racionalidad, diga que no a propuestas más desventajosas para él, con la consiguiente pérdida para el proponente. En este caso, seguiría siendo válido que el Homo Economicus, el proponente, quiere maximizar su riqueza. Pero ya entraría en juego un factor psicológico, el miedo, muy difícilmente matematizable. Para comprobar si el miedo era el factor que explicaba esos resultados, se inventó el llamado “juego del dictador”. Es en esencia igual que el del ultimátum pero en éste, el contestador no tiene la opción de rechazar el reparto; lo ha propuesto el dictador y punto. Si la hipótesis del miedo fuese cierta, aquí sí que deberían obtenerse propuestas de 99/1 por parte del dictador. Pues no ocurre así. Aunque los resultados se alejan del 50/50 más que en el caso del ultimátum, no se acercan ni por asomo al 99/1. Por supuesto, si cualquiera de los dos juegos, en vez de jugarse sin verse las caras, se jugaban cara a cara, aunque lo jugadores fuesen desconocidos, los resultados eran más equitativos, Y si los participantes se conocían, todavía más. O sea, que el Homo Económicus no existe.

El libro de Adam Smith, “La teoría de los sentimientos morales”, publicado en 1759,  cuando tenía 36 años, comienza con las palabras siguientes: “Por muy egoísta que se suponga que es el hombre, es evidente que hay en su naturaleza algunos principios, que le hacen interesarse por la fortuna de los demás, y hacerle necesaria su felicidad, aunque nada derive de ella si no es el placer de verla”. Diecisiete años más tarde, con 51 años, en la “Riqueza de las naciones”, escribe: “No es de la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero de lo que esperamos nuestra cena, sino de sus miras al interés propio, y nunca les hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas”. Esta segunda frase da lugar a la conocida expresión de “la mano invisible” y le ha valido a Adam Smith ser considerado poco menos que un monstruo. Pero, como veremos más adelante, estas dos frases no son contradictorias. Pero volvamos a nuestro inexistente Homo Economicus. Es evidente que muchos carniceros son capaces de dar un trozo de carne a un pobre que entra en la carnicería, muchos cerveceros se pueden sentir inclinados a invitar a una ronda a una pareja que acaba de declararse su amor en la cervecería y es posible que algunos panaderos no le vendan pan a un vecino al que tienen manía. Son seres humanos reales. Me permito llamarles el Homo Realis.

Por hacer justicia a Adam Smith diré algo en su favor. En la mayoría de las situaciones, el carnicero, el cervecero y el panadero actúan por las causas que él dice. Pero esto, lejos de ser perjudicial para mí, es beneficioso. Claro que el carnicero quiere ganar dinero vendiéndome la carne. Si no ganase dinero no tendría la carnicería. Necesita vivir, como el resto de los mortales. ¿Pondría alguien una carnicería para no ganar dinero? ¿La pondrías TÚ? Yo, desde luego, no. Y eso no me hace un despiadado. Y, además, si el que compra la carne cree que está bien lo que paga por ella, pues ambos salen ganando. Más aún, desde que este carnicero, que es nuevo en el barrio, se instaló, la competencia con el otro carnicero hace que la carne sea mejor y más barata. En realidad, le estoy muy agradecido porque hasta ayer, pagaba más por ella. Pero si mañana se va del barrio y la carne vuelve a subir, aunque lo lamente, se la seguiría comprando, porque el valor de la carne para mí, es superior a lo que pago. Por eso el carnicero gana dinero. O sea, que Adam Smith tiene bastante razón en lo del carnicero, aunque éste de de vez en cuando un trozo de carne a un mendigo. Y la segunda frase no es incompatible con la primera. No fue él quien inventó al Homo Economicus.

Pero claro, los economistas neoclásicos no son tontos y, poco a poco han ido derivando, en su modelo simplificado de hombre, a decir que lo que el hombre quiere maximizar no es únicamente, o a lo mejor ni siquiera principalmente, su riqueza monetaria, sino algo que se ha dado en llamar, su “función de utilidad”. ¿Y qué entra en esa “función de utilidad”? ¡Ah, con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho! Para uno, la felicidad de sus hijos es lo primero y a eso sacrifica, en parte, todo lo demás. Es capaz de mandar a sus hijos al mejor colegio o la mejor universidad pensando que con eso tendrán más posibilidades de ser felices. Y eso da sentido a su vida. Para otro, el profundizar en los secretos del mundo físico, vale más que todo el oro del mundo y se dedica a la ciencia pura, aunque esto le haga dejar de lado trabajos más remunerativos. Y a éste, eso también le da sentido a su vida. También hay a quien lo único que le importa es, real y únicamente, maximizar su riqueza monetaria y sacrifica a eso todo lo demás. Es un pobre hombre, tanto si consigue su objetivo como si no, no tiene amigos y, en un momento de su vida, se dará cuenta que ésta es una mierda. Como, en general, la gente no es idiota, de estos hay muy pocos, si es que hay alguno. Y, claro, todas estas “funciones de utilidad”  implican hacer planes a largo plazo. Así que, el Homo Economicus ha muerto y con él, debiera haber muerto la economía neoclásica. Sin embargo, y de forma para mí incomprensible, en una enorme cantidad de universidades y escuelas de negocios, esa forma de enseñar la economía sigue viva. Es más, es lo que forma –y perdóneseme al anglicismo, pero es que el término aparece por todas partes en spanenglish– el “main stream”, o sea, la corriente principal de la formación en economía.

Ahora, dejemos de lado la ciencia económica que, si se quiere que refleje la realidad, tiene que volver a ser “blanda”, y vayamos al capitalismo. El carnicero, si quiere ganar dinero, no puede dejarse llevar por quimeras como el Homo Economicus ni de ninguna otra entelequia de Homo. Tampoco tiene ni idea de la “función de utilidad” de sus clientes, pero tiene que saber, o intentar saber, cómo les gusta la carne. Sabe que tiene que tener unas criadillas, para ese cliente tan raro que le gustan, y un poco de solomillo para unos cuantos que pueden pagarlo y les gusta la buena carne. Así, tiene una gran variedad en su carnicería. Pero, sobre todo, tiene que tener “aguja”, que es la carne que más le piden. Tiene que contar con suficiente variedad para atraer a más clientes y no tanta que se quede con carne sin vender. ¡Ah!, y cuando se acerca la Pascua, un buen corderito. Y de ninguna manera puede modelizar esto matemáticamente. Tiene un ayudante que es una joya. Corta la cadera que da gusto. Doña Encarna no puede pasarse sin él. Pero un día, su ayudante se entera de que su patrón hace trampas con la báscula y le dice que por ahí no pasa, que si sigue haciendo trampas se va con la competencia, que le está tirando los tejos. Al carnicero le da cierto cargo de conciencia lo de hacer trampas –debe ser que le resta en su “función de utilidad”, aunque no sepa ni siquiera que tiene una– pero todavía le resta más que se vaya su empleado y acepta que cada mañana éste regule el peso. El carnicero tiene un socio que no trabaja en el negocio, pero aportó local y él aporta el trabajo, y van al 50%. El socio no sabe nada de carne, pero es un fenómeno con los números y gracias a él pudieron pedir un préstamo y ampliar el local el año pasado. Eso sí, mira las cuentas con lupa y el carnicero, que le gustaría, a pesar del cargo de conciencia, sisarle un poco a su socio, no lo hace, porque sabe que le pillaría y adiós a la carnicería. Pero eso sí, nuestro carnicero aunque le guste más de la cuenta trucar la báscula y sisar a su socio, no va a dejar de darle un trozo de carne al pobre que viene cada lunes por la noche a la hora de cerrar. Y si el socio se cabrea, que se cabree. ¡Hasta ahí podíamos llegar, se lo debe a su “función de utilidad”!

Esta historia puede parecer muy prosaica, pero es que el capitalismo es así de prosaico. Pongamos juntas varios miles de carnicerías, algunas de ellas con carniceros terribles, otras que son una joya, muchos cientos de cervecerías (por cierto, el cervecero de la esquina ha tenido que despedir a uno de sus camareros porque no podía tener a cuatro sobre sus espaldas) de las cuales algunos son despiadados y otros de lo más comprensivos, un montón de panaderías, con algunos panadros que son ellos mismos un pedazo de pan, aunque otros tengan el corazón de piedra y millones de empresas, grandes, medianas, pequeñas, cotizadas o no, algunas ONG’s, varias cooperativas de trabajadores –todas ellas con clientes reales, empleados reales, socios reales– y, ¡hale hop!– he ahí el horrible capitalismo. Si una de esas empresas hace las cosas mal y no se adapta a lo que los hombres reales –clientes, empleados, inversores– quieren, quiebra, pero pronto aparece otra en su lugar que hace las cosas mejor. Siempre hay una empresa que se las ingenia para ser capaz de hacer algo que esos hombres reales soñaban con que se pudiese hacer pero tenían que aguantarse sin ello. Y aparece el ferrocarril, el avión, internet, el móvil, el smartphone y, mañana, la teletransportación, la lavadora de ultrasonidos, la energía de fusión, los viajes a la luna para turistas, etc., etc., etc. Y así, el mundo progresa. Y, poco a poco, ese progreso llega al último rincón del mundo. Ya tenemos el capitalismo montado. Espantoso, ¿no? La increíble máquina de hacer pan. ¡Pasen y vean! Y nadie ha inventado esa compleja red de empresas. A nadie se le ha ocurrido un modelo así. No es la elucubración de nadie. Se ha ido tejiendo a lo largo de los siglos, desde que apareció el primer Homo Sapiens, pacientemente, por prueba y error. Claro, esos hombres reales no son perfectos. La mayoría son razonablemente honestos, pero hay entre ellos también timadores, sinvergüenzas, desaprensivos, avaros, codiciosos, ladrones, tiburones, hijos de puta y un largo etc. de tipos humanos. Y esa amalgama hace un agua embarrada que hay que filtar porque es la que refrigera la máquina de hacer pan, un lubricante aguado que hay que refrigerar para que lubrique o un combustible con muy poca capacidad calorífica que hay que inyectar a presión para que la máquina tenga un rendimiento adecuado. Y todo esto hace que, etre filtros, sistemas de refrigeración e inyectores, la increíble máquina de hacer pan no haga un pan tan bueno como nos gustaría, no lo haga tan abundante como querríamos y genere ruidos y polución ambiental. Imaginaos una máquina que a medida que el agua tiene menos barro, que el lubricante fuese más viscoso y que el combustible tuviese más energía, fuese adaptando los filtros, los refrigeradores y los inyectores. ¡Imposible!

Por eso, más que con una máquina, comparo el capitalismo con un organismo. O mejor aún, con una phyla evolutiva: cordados, vertebrados, mamíferos, primates, homíninos, homínidos y Homo Sapiens. O, todavía mejor, con un ecosistema. En un ecosistema puede haber cosas que nos gustaría mejorar. Pero si alguien intenta actuar sobre él para intentar mejorarlo, es muy posible que dañe el ecosistema de forma irreparable. Sin embargo, el ecosistema evoluciona para adaptarse a los cambios. Y, desde luego, crear un ecosistema de diseño es absolutamente imposible. Algo parecido pasa con el capitalismo. No lo ha inventado nadie. Es un ecosistema evolutivo que se ha forjado a lo largo de la historia del Homo Sapiens sobre la tierra y se ha ido adaptando a lo que este Homo Sapiens realmente es. Se ha pasado por el forro al Homo Economicus. Y, en cambio, SIEMPRE que alguien ha querido diseñar una utopía aparentemente mejor que el capitalismo, pero no adaptada a lo que es el hombre real y lo ha querido llevar a la práctica, ha creado hambre, miseria y, al final ha hecho daño a la humanidad. El propio Papa, en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, tiene un apartado en el que, refiriéndose a la nueva evangelización dice que a los procesos hay que darles su tiempo para que sean efectivos y que querer forzar sus tempos es perjudicial[3]. Me pregunto, por qué este principio no es de aplicación al capitalismo.

Si me acuerdo, mandaré unas páginas describiendo ese proceso evolutivo del capitalismo en la historia del Homo Sapiens y otro hablando de un primo hermano del Homo Economicus, el Homo Faber.



[1] La película “Una mente maravillosa” está basada, de una forma muy libre, en su biografía. Su discurso de aceptación del Nobel terminó con la siguiente frase textual: “Yo siempre he creído en los números, en las ecuaciones, en la lógica del entendimiento. Después de dedicar toda una vida con estos propósitos me pregunto: ¿Qué es realmente la lógica? ¿Qué es lo que guía a la razón? [...] He hecho el descubrimiento más importante de mi carrera, el descubrimiento más importante de mi vida. Es solamente en las misteriosas ecuaciones del amor donde se pueden encontrar la lógica y la razón. Estoy aquí esta noche por ti (dirigiéndose a su mujer). Tú eres la razón por la cual existo. Tú representas todas mis razones. Gracias”. Nada más lejos del Homo Economicus.
[2] Todos los datos sobre el juego del ultimátum y el dictador están sacados de la sección de “Juegos matemáticos” del “Investigación y Ciencia” de Octubre del 2006. La sección y el artículo de ese número están firmados por Juan M. R. Parrondo. Si alguien lo quiere, que me lo pida.
[3] Evangelii Gaudium. Epígrafe El tiempo es superior al espacio” Nº 222-225: Hay una tensión bipolar entre la plenitud y el límite. La plenitud provoca la voluntad de poseerlo todo, y el límite es la pared que se nos pone delante. […] El tiempo es superior al espacio. […] Este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por los resultados inmediatos. […] Es una invitación a asumir la tensión entre plenitud y límite, otorgando prioridad al tiempo. Uno de los pecados que a veces se advierten en la sociedad sociopolítica consiste en privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos. Darle prioridad al espacio lleva a enloquecerse para tener todo resuelto en el presente. […] Darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar los procesos más que poseer espacios. […] …la evangelización requiere tener presente el horizonte, asumir los procesos posibles y el camino largo.

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