2 de junio de 2013

La ingeniería de la Eucaristía

Escribo estas líneas el Domingo 2 de Junio de 2013, fiesta del Corpus Christi. Antes se decía: “Hay tres jueves en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión”. Dos de ellos, la Ascensión y el Corpus, se han pasado a Domingo por mor de facilitar a los católicos su celebración. No estoy del todo convencido que esa excesiva facilitación de todo redunde en una mayor piedad de los fieles pero, así están las cosas.

Cuando Jesús ascendió a los cielos, dijo a sus discípulos. “Sabed que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin de este mundo” (Mateo 28,20). Podría parecer que, tras la Ascensión, esa promesa se había incumplido. ¡Jesús se había ido! Los discípulos debieron quedarse tristes. Sin embargo, san Lucas nos cuenta ese momento en dos sitios, en su Evangelio y en los hechos de los apóstoles. En los hechos nos dice que “… lo vieron elevarse, hasta que una nube lo ocultó de su vista. Mientras estaban mirando atentamente al cielo viendo cómo se marchaba, se acercaron dos hombres con vestidos blancos y les dijeron: ‘Galileos, ¿por qué seguís mirando al cielo? Este Jesús que acaba de subir de vuestro lado al cielo, vendrá como lo habéis visto marcharse’” (Hechos 1, 9-11). Y en su Evangelio dice: “Ellos, después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén rebosantes de alegría” (Lucas 24, 52). Así pues, de tristeza, nada: “rebosantes de alegría”. Toda despedida, aunque haya promesa de vuelta, máxime si es en un tiempo incierto, tiene algo de tristeza. Esta no. “Rebosantes de alegría”. ¿De dónde venía esta alegría? Evidentemente, de la Eucaristía. Habían pasado cuarenta y tres días desde que Cristo instaurase la Eucaristía el Jueves Santo y cuarenta desde la Resurrección. En esos cuarenta días me atrevo a afirmar que Jesús les había explicado con todo la fuerza de Dios, que Él estaría siempre presente en la Eucaristía. Ciertamente, Él volvería en cuerpo de carne visible un día, pero estaría con ellos, en cuerpo de carne, visible sólo con los ojos de la fe, todos los días, hasta el fin de los tiempos. Santo Tomás de Aquino, en la letra de su “Tantum ergo” dice “Prestet fides suplementum sensuum defectui”. “Que la fe suplemente el defecto de los sentidos”. Y los discípulos estaban rebosantes de fe. Por eso estaban rebosantes de alegría. Es más que probable que un rato después celebrasen la Eucaristía y volviesen a estar con Jesús.

Los cuarenta días que Jesús estuvo con ellos, todos podían tocarle, verle, hablar con él físicamente todos los días. Pero si Él siguiese hoy todavía en cuerpo de carne visible, sería un problema. Cada uno de nosotros podríamos verle tal vez una vez cada 10 o 15 años, cuando en su itinerancia, pasase por nuestra ciudad. Y aún así, en la distancia y sin poder tocarle ni hablar con Él. Por eso, para que le viésemos todos los días, pudiésemos tocarle y hablar con él, ideó la Eucaristía. Con un ingenio lleno de benevolencia, ideó la forma de quedarse de tal forma que siempre que queramos podamos verle, tocarle, hablar con él. Más aún, hacerle parte de nosotros, asimilarle. O, más precisamente, hacernos nosotros parte de Él, ser asimilados por Él.

La palabra Eucaristía significa “buen don gratuito”, aunque suele decirse que significa “acción de gracias”. No hay contradicción entre estas dos acepciones: damos gracias por el don gratuito de que el Bien se quede con nosotros y nos haga suyos. Pero que Jesús esté con nosotros hasta el fin de los tiempos, no es un extra, la guinda en el pastel, no. Es una imperiosa necesidad. “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece unido a mí, como yo estoy unido a él, produce mucho fruto; porque sin mí, no podéis hacer nada. […] Mi Padre recibe gloria cuando producís fruto en abundancia” (Cfr. Juan 15-5-8). Necesitamos estar unidos a Él para sobrevivir espiritualmente. Por el contrario, sin estar unidos a Él no podemos hacer nada, nuestra vida espiritual languidece y muere.


En el día del Corpus Christi celebramos, rebosantes de alegría, como los discípulos tras la ascensión, tamaña ingeniería espiritual. Que Cristo haya elegido esa maravillosa forma de quedarse con nosotros hasta el fin de los tiempos, de que podamos estar con Él todos los días, tocarle, hacernos carne de su carne y sangre de su sangre por el mero hecho de tomar cada día, si lo deseamos, su cuerpo y su sangre –o dejándonos tomar por ellos. Pero, cuan a menudo nos parece una trivialidad una cosa así. O cuan a menudo, los ojos de nuestra fe, casi ciegos, no nos permiten ver esa espléndida realidad. Si hoy no hemos sido conscientes de ella, podemos serlo mañana, y pasado y todos los días que nos queden de vida. Podemos cada uno de nuestros días abrir bien los ojos y ver el brillo de esta maravilla de ingeniería. Y realizar cada día, llenos de asombro, el hecho de dejarnos asimilar por Cristo.

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