2 de diciembre de 2012

La próxima media hora

Tomás Alfaro Drake


Los seres humanos somos unos bichitos bastante torpes para prever el futuro. Unos meses antes de la crisis en la que ahora estamos, estábamos convencidos de que teníamos por delante años de bonanza. Pocos años antes de que cayese el muro de Berlín nos hubiésemos reído de quien nos dijese que semejante cosa pudiera ocurrir. Los gobernantes ingleses y franceses creyeron que habían asegurado una larga paz tras el pacto de Munich con Hitler en  Septiembre de 1938. El 17 de Octubre de 1929, nadie hubiese pensado que el siguiente jueves sería conocido como el Jueves Negro, que daría al traste con años de bonanza para iniciar la crisis más profunda de la historia. Pocas semanas antes del inicio de la primera guerra mundial todavía se creía que el siglo XX iba a ser el siglo de la paz. Y así, podríamos remontarnos hasta el principio de la historia. No damos una. Pero si alguien nos preguntase por nuestra próxima media hora, nos sentiríamos bastante seguros diciéndole lo que vamos a hacer en ella y es casi seguro que acertaríamos con bastante precisión. Quiero ahora dar un inmenso salto de escala temporal.

El universo en el que vivimos apareció hace unos 15.000 millones de años. Imaginemos que todo este lapso de tiempo se concentrase en un año y veamos en qué momento de ese año ocurrieron los principales acontecimientos cósmicos.

La Tierra y el sistema solar se habrían formado hacia el mediodía del 13 de Septiembre.

La vida habría aparecido hacia las 4 de la tarde del 25 de Septiembre.

La explosión del cámbrico, que fue el misterioso fenómeno que produjo la enorme variedad de especies y de planes corporales de los organismos ahora existentes, habría tenido lugar en las primeras horas de la madrugada del 19 de Diciembre.

El fenómeno de la gran extinción de especies del Pérmico-Triásico, en el que desaparecieron casi el 90% de las especies existentes, los dinosaurios entre ellas, habría ocurrido en la mañana del 30 de Diciembre.

Los primeros homínidos, los Australopitecus Africanus, el primer brote de lo que llegaría a ser el cuerpo del hombre, la primera ramificación del tronco que llegaría a producir gorilas y chimpancés, habrían empezado a existir hacia las 10 y cuarto del 31 de diciembre, mientras nos estuviésemos sentando a la mesa para la cena de fin de año.

El Homo Sapiens anatómicamente moderno, aunque sin inteligencia, hubiese dado sus primeros pasos poco después de las 11 y media de la noche, cuando ya empezásemos a prepararnos para las uvas, tras los primeros brindis con Champagne.

El insólito hecho de la aparición de la inteligencia en el cuerpo de ese Homo Sapiens que existía desde hacía media hora, se habría producido cuando faltase un minuto para el fin de año, todos mirando al reloj de la Puerta del Sol que estaría a punto de empezar a dar los cuartos.

La primera civilización humana, la sumérica, habría hecho su aparición a falta de unos 10 segundos para acabar el año, más o menos al empezar las campanadas.

La caída del Imperio Romano tuvo lugar a falta de tres segundos para acabar el año, poco después de que dejase de reverberar la novena campanada.

La civilización occidental, orgullo de la humanidad, habría empezado, tal vez con Carlomagno, a falta de unos dos segundos y medio para que acabase el año, sobre la décima campanada.

Las primeras naciones modernas, Francia, España, Inglaterra, se habrían formado un segundo y medio antes de terminar el año, al darse la campanada número once.

Y el pobre ser humano que está escribiendo estas líneas hubiese visto la luz apenas dos centésimas de segundo antes de que sonase la campanada número doce y terminase el año.

No está mal como ejercicio de humildad, relativizador de muchas cosas. Pero, al mismo tiempo, esta cosmovisión no deja de entrañar una inmensa grandeza. Siendo toda la prehistoria e historia humana sólo el último minuto del año, parece como si todo el año existiese para culminar en ese minuto. Sostengo, a partir de la observación de la evolución del cosmos, y lo explico en varias entradas de este blog (Son una serie de 36 entradas a las que desgraciadamente no puse un nombre común y que van desde el 6 de Agosto del 2007 con el título de “La ciencia ¿aleja o acerca a Dios?” hasta el 18 de Abril del 2009, con el título de “Más allá de la ciencia; asomándonos a los planes de Dios”), que el universo en el que vivimos es un universo con un claro designio y que ese designio es la aparición del ser humano. Es como si todo el resto del año hubiese sido la construcción de una inmensa fábrica para que apareciésemos los seres humanos. Más aún. Los seres humanos no somos como cualquier otra especie, una especie formada por simples organismos individuales sujetos a una forma casi clónica para el desarrollo de la especie. Un león no puede ser león de una manera diferente a como lo es cualquier otro león. Un ser humano sí. Cada uno de nosotros tenemos un designio para nuestra propia vida. Queremos realizar nuestra vida de una manera peculiar y específica, diferente a la de cualquier otro ser humano. Y si el macrodesignio del cosmos es que apareciésemos unos seres que tenemos nuestro propio designio, la gran pregunta es: ¿Tiene algo que ver el autodesignio de cada ser humano para sí mismo con el macrodesignio cósmico que era que apareciese él? A mi modo de ver hay tres cosas que me parecen razonables.

La primera, que la respuesta a la pregunta es un rotundo sí. Me parece altamente irrazonable pensar que si alguien se ha tomado la molestia de crear un cosmos con el designio de que aparezcan unos seres que puedan tener un autodesignio personal, no haya relación entre ambas cosas. Y me parece también que establecer esa relación debe ser importante. Tal vez la tarea más importante con la que cada ser humano nace. Porque esta es, efectivamente, la pregunta más acuciante de todo ser humano. ¿Qué quiero ser de mayor? Pregunta que nos hacemos hasta el minuto antes de nuestra muerte, aunque muramos a los 90 años.

La segunda es que no tengo ni idea de cuál pueda ser esa relación. Más aún, que no puedo llegar a tener ni idea. Porque dada la inmensa desproporción entre las escalas temporales de ambos designios, no me parece que ningún ser humano pueda llegar a ser capaz de dar respuesta a esto. La respuesta nos trasciende. Es por tanto trascendente. Lo cual podría llevarme a la depresión si no fuese porque creo que tal vez se le pueda preguntar a ese alguien que ha creado el universo con un designio cósmico que somos nosotros, qué espera de nosotros como especie y como personas individuales con nuestro autodesignio. Es más, me parece que si ese alguien ha llegado hasta aquí, y en el diseño de mi cuerpo me ha dado ojos para que pueda sobrevivir en el mundo material, sería lógico pensar que me ha debido dar instrumentos y sentidos para sobrevivir en este mundo que me trasciende.

La tercera, corolario ineludible de las dos anteriores, es que necesitamos ayuda. Por tanto, nadie puede decir que hay soberbia en creer que el ser humano, cada ser humano, yo entre ellos, somos el cosmodesignio del universo. Si lo somos, lo somos por un proceso en el que no hemos tenido ni arte ni parte y, además, somos unos pobres inválidos para cumplirlo y necesitamos perentoriamente la ayuda del autor del cosmodesignio. Si eso es soberbia, que alguien me diga cómo llamar a los que creen que se bastan y se sobran para definir las reglas del juego de una vida que no se han dado con una mente que también han recibido en una historia, secular y personal, que ha demostrado hasta la saciedad su inutilidad para dirigirla correctamente.

Pero ese alguien, nos ha dado los instrumentos y los sentidos para obtener esa ayuda. No cabe duda para mí de que ese alguien es Dios. El instrumento es su Palabra, plasmada, primero, en una revelación y segundo en la entrada en la historia de esa Palabra encarnada, Cristo. Palabra del que ve el año cósmico completo, los próximos millones de años, los años paralelos y los transversales. Nosotros no podemos planificar ni siquiera las próximas una o dos centésimas de segundo del año cósmico, que es lo que nos queda de vida. Ni, mucho menos, pensar en el próximo minuto, que sería como lo que ha pasado desde que apareció la inteligencia hasta hoy. A nuestro Sol le quedan todavía más de dos meses cósmicos de vida. Raro sería que a la humanidad no le quede, tirando muy a la baja, media hora, es decir, sesenta veces lo que ha pasado desde que empezamos a pensar como especie. ¿Quién nos guiará en esa media hora? La Palabra.

Y esa Palabra nos ha dicho cual es nuestro designio como especie: Crear una historia en la que acabe apareciendo la civilización del amor y mantener la fe en que en esa historia nos ayudará nuestro Dios. Él vendrá al fin de los tiempos a hacer una tierra nueva y unos cielos nuevos en los que ya no habrá llanto ni luto ni dolor y en los que Él enjugará las lágrimas de todo rostro. Pero –nos pregunta Jesús– “cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” Y también nos ha dicho cual es nuestro designio personal. Colaborar modestamente, con las dos centésimas de segundo que nos puedan quedar de vida, en esas dos cosas: la construcción de la civilización del amor y el mantenimiento de la fe. ¿Cómo, en particular, cada uno de nosotros? Para eso necesitaremos un sentido especial del que hablaré dentro de unas líneas.

Ayer, leyendo esa Palabra, como hago cada día desde hace muchos años, me tocó leer el último capítulo del libro de Malaquías, que es el último libro profético de la Biblia. En un párrafo se decía: “Ponedme a prueba, dice el Señor todopoderoso, y veréis cómo abro las esclusas del cielo y derramo sobre vosotros bendiciones sin medida. Alejaré de vosotros la langosta devoradora, y no volverá a devastar más los frutos del suelo, ni dejará estériles las viñas del campo, dice el Señor todopoderoso” (Malaquías 13, 10-11). La frase me golpeó y me hizo reflexionar.

“Ponedme a prueba”. En numerosos pasajes de la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, Dios manifiesta que no le gusta cuando el hombre le pone a prueba exigiéndole signos cuando él quiere. Por tanto, esta frase, casi una orden, no puede querer decir: “Pedidme lo que queráis, cuando queráis, y si no os lo doy, he fallado”. Cuando el demonio pide a Cristo que las piedras se conviertan en panes o que se tire del pináculo del Templo para que los ángeles le protejan, Cristo responde airadamente a Satanás. Exigir cosas a Dios es tratarle como el chico de los recados. Y eso no le gusta nada. Creo que el “ponedme a prueba”, quiere decir “apostad vuestra vida por mí, entregadme vuestras próximas centésimas de segundo”. A Dios no le gusta que le exijamos cosas viendo los toros desde la barrera, como hace el tendido del 7 en la plaza de toros de Madrid. Nos dice, “bajad al ruedo conmigo, jugárosla confiando en mí. Toread a la limón conmigo. Os he dado sobradas pruebas para ello. Me he hecho uno de vosotros”. También me chocó la segunda parte, la de la recompensa si le ponemos a prueba de la manera que él nos dice: “Alejaré de vosotros la langosta devoradora, y no volverá a devastar más los frutos del suelo, ni dejará estériles las viñas del campo”. Dios jamás ha prometido que el premio a nada que podamos hacer sea el bienestar material, como parece indicar este párrafo. Los autores de la Biblia, aunque inspirados por Dios, también ponían cosas de su cosecha como hombres de su época. Y es labor de la interpretación bíblica separar el grano de la paja y dar el sentido adecuado a las afirmaciones simbólicas. Creo que el “veréis cómo abro las esclusas del cielo y derramo sobre vosotros bendiciones sin medida” es trigo. La forma de esa recompensa en frutos del suelo y uvas de las viñas, es simbólico[1]. Lo que nos promete Dios, creo, es que si le ponemos a prueba de esa forma, veremos cómo nuestro autodesignio armoniza con su cosmodesignio para nosotros. Y eso nos traerá las bendiciones sin medida que caerán de las esclusas del cielo, abiertas por Él, dándonos una vida llena de sentido, aunque en ella pueda haber tristezas y carencias de todo tipo. Pero ese sentido que viene de la mano de la armonía de los dos designios, es la música más maravillosa que jamás podamos oír. Se llama vocación. Y esa música se prolongará más allá de nuestras próximas centésimas de segundo, más allá del próximo minuto y más allá de la media hora que le pueda quedar a la humanidad en este mundo.

He dicho más arriba que creo que Dios nos ha dado instrumentos y sentidos para obtener la ayuda que nos permita armonizar nuestro autodesignio con su cosmodesignio. También he dicho que ese instrumento es la Palabra revelada y encarnada. Pero, ¿cuáles son esos sentidos que nos permiten oír esta armonía? La Palabra es un instrumento para ver el cosmodesignio de Dios para la humanidad en general, pero la oración es el sentido personal de cada hombre para definir y realizar un autodesignio que armonice con el cosmodesignio de Dios particularizado en él. Por la oración vamos, de una forma imperceptible pero cierta, acomodando ambos designios. Mediante la oración, Dios va trazando en el corazón de cada hombre, a través del desarrollo de la sensibilidad para interpretar los acontecimientos cotidianos, su camino particular para esa armonización, su vocación, aquello para lo que le llama. No me refiero a la oración de petición, sino a la de acallar el ruido de nuestro pensamiento, hacer un total silencio interior mientras estamos atentos a su voz inaudible pero clara que habla suave en el fondo de nosotros mismos. Es decir, ponerse en su presencia con actitud de disponibilidad. Y repetir esto sistemática y cotidianamente, entrenando ese sentido. No puedo resistirme a usar dos imágenes para ilustrar esto.

La primera es la del jabalí. Un amigo mío me invitó un día a un aguardo de jabalís en su finca. Yo, que nunca me había visto en esta situación, decidí tomármelo con el máximo interés. Era una noche helada de luna llena del mes de febrero en una finca de los montes de Ávila. Yo estaba quieto, congelado, atento a todo ruido para oír entrar al jabalí al ir a beber a la charca. El campo nocturno hervía de pequeños ruidos, pero ninguno especial. De pronto mi amigo, tocándome en el hombro, me hizo ostentosos gestos con la boca. AHÍ ESTÁ EL JABALÍ –me decía sin emitir un solo sonido mientras señalaba con el dedo hacia un lugar próximo a mí. Escuché con más atención. NO OIGO NADA –dije con similares movimientos de la boca. Yo no oía nada, pero el jabalí sí oyó nuestros “silenciosos” movimientos. Con un bufido, a menos de tres metros de mí, el jabalí echó a correr rompiendo monte. Lo había tenido a mi lado sin siquiera enterarme. Mi amigo, que estaba entrenado, lo había oído. Yo no. Me dijo más tarde que al jabalí no se le oye nunca. Se oye su silencio. Se descubren sus signos. El campo se calla por donde pasa. Un grillo deja de cantar. Un pájaro sale volando. Así es la sensibilidad para perfeccionar esa armonía de la que hablaba antes. Cuando uno está entrenado, sabe lo que necesita para alcanzarla, lo siente. Tiene el oído educado. No puede demostrar que la está oyendo, ni siquiera puede demostrárselo a uno mismo. No suena, pero ahí está. Simplemente, se sabe. Pero si uno no está entrenado y está sordo, no le es lícito decir que quien la oye está chiflado o que se engaña o, simplemente, que está equivocado.

La segunda imagen que quiero proponer es la del tom-tom. Una vez, en Roma, iba hacia el aeropuerto en taxi con el tiempo muy justo. Le transmití al taxista mi prisa. Había un tráfico caótico y tremendo en Roma y corría el riesgo de no llegar. El taxista tenía un tom-tom conectado y me dijo. “Confíe en mí. Relájese. No haga caso al tom-tom. Ese aparato no conoce el tráfico de Roma y yo sí. Vamos a llegar”. Yo le creí y me relajé. Iba mirando con curiosidad la pantalla del tom-tom. En ella se marcaba una ruta, a la que el taxista no hacía caso. Cada vez que no la seguía, la voz metálica del aparato se indignaba, pero en seguida volvía a recalcular una nueva ruta. Una y otra vez se repitió el proceso. Dimos rodeos que a mí, que conozco un poco Roma, me parecieron absurdos, pero confié en el taxista. Llegamos al aeropuerto con tiempo de sobra. Si el taxista hubiese hecho caso al tom-tom, a buen seguro hubiera perdido el avión. El tom-tom es un invento muy útil, y es bueno tenerlo. También son instrumentos útiles nuestra inteligencia y nuestra voluntad y debemos usarlos. Pero si no confiamos en un Taxista que conoce el tráfico, ni nuestra inteligencia ni nuestra voluntad nos llevarán a donde queremos si esa meta está a más de varios milisegundos del año cósmico. En cambio, si ponemos a prueba al Taxista, confiándole nuestro viaje, llegaremos a nuestro destino.

Por tanto, usemos nuestra inteligencia y voluntad a tope para nuestro próximo milisegundo de tiempo cósmico. Pero para la centésima o dos centésimas de segundo cósmico que nos quedan de vida y para la próxima media hora de la humanidad, confiemos en el sentido de la oración. Veremos entonces como se cumple lo de: “veréis cómo abro las esclusas del cielo y derramo sobre vosotros bendiciones sin medida. Alejaré de vosotros la langosta devoradora, y no volverá a devastar más los frutos del suelo, ni dejará estériles las viñas del campo, dice el Señor todopoderoso” durante toda la eternidad.


[1] La interpretación literal de las promesas de prosperidad material para los que hacen la voluntad de Dios ha hecho que, entre muchos judíos, la abundancia de bienes materiales se considere como señal de ser un elegido de Dios. En el siglo XVI, Calvino definió la doctrina herética de la predestinación, según la cual, cada ser humano nace ya predestinado de antemano a salvarse o a condenarse. Sus seguidores retomaron la creencia de que la abundancia de bienes materiales era señal de ser un elegido de Dios y, por tanto, de la predestinación a la salvación. Según Max Weber, esta creencia calvinista fue la que hizo que el capitalismo se desarrollase inicialmente más entre los protestantes calvinistas. 

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