27 de mayo de 2012

Historias de otros mundos 8: El navegante y las estrellas


El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11 relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es octavo. Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han servido de modelo, en su barroquismo los relatos y cuentos de Oscar Wilde.

El navegante y las estrellas

Cuentan que hace muchos eones, vivió un hombre con un inmenso barco de vela de tres palos, con el que navegaba por todo el piélago de su mundo. El mar era grande, inmenso, y el hombre disfrutaba de libertad para poder recorrer todas sus islas asombrándose de su variedad. El mar, con su enorme diversidad de peces y las islas, con sus miles de  frutos diferentes, le garantizaba alimento sabroso y variado. El clima era benigno y siempre había un agradable viento del sur para empujar su embarcación. Gozar de la vida era fácil y maravilloso. Dicen que su mujer y sus hijos le acompañaban al principio, pero que por extrañas disputas familiares les había arrojado a todos por la borda. A ella no la echaba de menos, porque en las islas en las que recalaba había también mujeres con las que disfrutar que, además, tenían la ventaja de no exigir ningún compromiso. A sus hijos tampoco los añoraba, porque le parecían una traba para poder construir su vida con libertad.

Sí, la vida era fácil durante el día, pero las noches le aterraban. No recordaba cómo eran antes, pero desde que se deshizo de su familia, eran negras como boca de lobo. En ellas no se alcanzaba a ver ni siquiera la proa de la embarcación. Era fácil encallar en una playa o, lo que sería trágico, estrellarse contra un acantilado. Así, las islas maravillosas, que de día eran un paraíso, se convertían por la noche en un terrible peligro. Pero, afortunadamente, la noche duraba poco. Era apenas un flash de oscuridad en el día radiante. Aprendió, además, a huir de ella navegando hacia el oeste durante el día y hacia el este en las breves noches. Pero esto le impedía visitar islas que se encontraban al norte o al sur. Pronto, al navegar sólo hacia el este o el oeste, se dio cuenta de que volvía siempre al mismo sitio. La monotonía empezó a ganarle poco a poco cada vez que llegaba a una de las islas que ya conocía de sobra. Un tedio insoportable y una terrible sensación de vacío se apoderaban de él. Las mismas playas, las mismas frutas, las mismas mujeres complacientes, la misma ausencia de compromiso.

Pasaron muchos, muchos años y el navegante se empezó a dar cuenta de que algo cambiaba poco a poco en su mundo. Las islas eran cada vez más pequeñas. Islas que antes presentaban amplias y acogedoras playas, le ofrecían ahora terribles acantilados en los que antes anidaban, inalcanzables, las águilas. Ya no podía desembarcar en ellas. El negro, oscuro y tenebroso cielo nocturno parecía cada vez más amenazador y más cercano, como si las fauces del lobo fuesen a cerrarse sobre él. Además, la noche era cada vez más larga en relación con el día, por lo que su desplazamiento hacia el oeste empezó a hacerse más lento cada vez, hasta que por fin se detuvo y empezó a derivar hacia el este.

Pero no todo fue negativo en los cambios de su mundo. Una noche apareció una mancha en un punto del negro cielo. Una mancha azul oscuro desde la que unos pequeños puntos luminosos le hacían guiños que a él le parecían de burla, como si se riesen de él. La mancha se agrandó poco a poco hasta llegar a cubrir una séptima parte del cielo nocturno y entonces, se detuvo en su crecimiento. Los puntos de luz se hicieron más y más brillantes mientras la mancha azul aumentaba. Pero sus guiños titilantes le irritaban. No cabía duda de que se burlaban de él, de su apurada situación, de su soledad, de su miedo a la noche. Así, decidió no mirar esa extraña mancha burlona del cielo. Pero una noche, una moneda de fúlgida plata atravesó la mancha eclipsando el brillo de los pequeños puntos luminosos. Le fue imposible no mirar tan maravillosa figura. Además, la luz de la moneda de plata alumbraba la noche, de forma que las amenazantes islas se hicieron visibles. Al día siguiente, por primera vez desde que  empezó a temer la noche, esperó ansiosamente su caída para extasiarse de nuevo con el brillo de esa nueva luz. Pero esa noche no apareció, ni la siguiente, ni la siguiente...

Mirando ansiosamente al cielo cada noche para ver si aparecía la luna –ese nombre dio, sin saber por qué, a la moneda de plata– se acabo dando cuenta de que las odiadas estrellas –así llamó a los burlescos puntos de luz– tenían una pauta regular en su movimiento. Una de ellas estaba siempre fija, en el centro de la mancha, mientras las otras giraban en torno a ella en círculos concéntricos de distintos tamaños, a distinto ritmo. Cada noche formaban una figura distinta. Seguía odiando a las estrellas, pero no podía dejar de mirarlas, siempre con la esperanza de ver aparecer de nuevo la luna. Y, para distraer su miedo, dibujó en la cubierta de su barco, con un punzón, la forma de las figuras. Por fin, una noche, cuando ya había casi perdido la esperanza, la luna apareció de nuevo, radiante y luminosa. Habían pasado unos mil días. Pero ya no era un disco redondo. Alguien, como si fuese un mal ladrón de la plata de las monedas, le había limado un arco. Su forma ya no era perfectamente redonda. La noche siguiente, la luna no apareció.

Pero el navegante se dio cuenta de que la pauta de las posiciones de las estrellas se repetía con las mismas formas que en el ciclo anterior, mil días atrás. Y decidió dar nombres a cada una de ellas y las llamó constelaciones. Con un poco de imaginación, un día veía osas con sus crías, al siguiente llamas de fuego, más tarde velas henchidas de viento o plumas flotando levemente en el cielo. Por eso les fue poniendo nombres como la Osa, la Llama, la Vela o la Pluma. Pronto se dio cuenta de que la estrella fija le permitía situarse, incluso en la noche, y situar también a las islas en su lugar exacto. Así, el riesgo de chocar con ellas desapareció. Además tenía una forma fácil de contar el tiempo, en vez de esos repetitivos palotes que anotaba en la cubierta de su barco cada día. La noche dejó de darle miedo y ya no tenía que navegar siempre al este o al oeste para intentar estúpidamente acortarla. Descubrió el norte y el sur que ya había olvidado. Recuperó la libertad para moverse por todo el globo de su mundo. Nuevas islas aparecieron en su vida, aunque no hubiese playas en ellas, y otras, lejanamente olvidadas, se hicieron otra vez presentes. Era como si el mundo hubiese recuperado, aunque tal vez demasiado tarde, un sentido hace tiempo perdido. Y empezó a añorar tiempos lejanos. Y empezó a sentir su soledad como una losa.

La luna seguía apareciendo regularmente al final del ciclo de mil días de las constelaciones, siempre con un poco menos de su disco. En una de sus apariciones estaba exactamente partida por la mitad y, a partir de ese momento, empezó a tener una forma cóncava, con el hueco hacia arriba, como su nave. Se dice que un día de aparición de la luna, pasó algo verdaderamente extraordinario. Cuando ya la luna tenía una clara forma de barco, la constelación de las estrellas dejó de ser la habitual y apareció una nueva, desconocida en ciclos anteriores. Doce estrellas adoptaron una forma como de tres cuartas partes de un círculo, con la estrella fija en uno de los extremos. Otras estrellas formaban algo que podría considerarse un cuerpo humano, con la cabeza dentro del círculo de estrellas. A los pies de ese cuerpo, estaba la luna, como si fuese un barco. No supo que nombre dar a esa nueva constelación.

Los siguientes ciclos de luna, a medida que, cada mil días, el barco se hacía más y más fino, aparecían nuevas estrellas en la constelación sin nombre. Daba la impresión de que el cuerpo aumentaba de tamaño alrededor del vientre, como si fuese el de una mujer avanzando en su embarazo. Entonces se formaron en la cabeza del navegante asociaciones de ideas, rápidas como ráfagas de viento. Aunque sólo mucho después pudo reconstruirlas, en un fugaz instante le sugirieron el nombre que debía dar a esa constelación con la luna en forma de nave a sus pies. “Estrella de los mares” –se dijo, agradeciendo por primera vez a las estrellas que fuesen las guías de su embarcación. Se dio cuenta de que a todas las constelaciones les había puesto nombres femeninos. Indudablemente, la figura formada por las estrellas era una figura de mujer, la Mujer Estrella de los Mares –decidió. Ni una sombra de duda cruzó por su cabeza sobre la conveniencia de ese nombre. Lo adoptó sin reservas, con una alegría profunda y emocionante fruto de algo que llevaba dormido en sí mismo. Algo que había pugnado por revivir durante años y que al despertar le devolvía una esperanza a la que había renunciado hace tiempo. Y, por primera vez lloró de alegría y de agradecimiento. Sólo vagamente recordaba haber llorado anteriormente. Y empezó a amar a las estrellas como desde hace tiempo amaba a la luna.

La luna siguió menguando en cada aparición, cada mil días, junto a la Mujer. Su silueta era cada vez más fina, y la de la Mujer, cada vez más grávida. Y llegó un día en que la luna debía aparecer, pero no lo hizo. La mujer, embarazada y ya a punto de dar a luz estaba ahí, pero la luna no. Al día siguiente, la Mujer Estrella de los Mares desapareció, como en cada ciclo. Pero la constelación que apareció en su lugar no era la habitual. Parecía las fauces de un animal repugnante y amenazador. La Hiena fue el primer nombre que se le ocurrió y lo adoptó con un escalofrío de terror. El navegante creyó morir de pánico, pena y angustia. Esperó ansiosamente el siguiente ciclo y allí volvía a estar la luna cóncava, pero esta vez, con la concavidad hacia abajo, más como un sombrero que como una nave. Y la constelación de la Mujer Estrella de los Mares, ya no estaba. Siguió creciendo una luna convexa y, pasados tres mil ciclos, volvió a convertirse otra vez en una moneda de plata. Nuevamente se adelgazó hasta parecer una nave y la Mujer Estrella de los mares volvió a presentarse en el cielo. Y volvió a desaparecer la luna, de nuevo, dando paso a la Hiena. Cada vez que la mujer y la luna desaparecían para dar paso a la Hiena, el navegante se sentía un naufrago. A ese tránsito de angustia y miedo le dio el nombre de “el vacío”.

Pasaron muchos ciclos de tres mil lunas cóncavas y convexas, barcos y sombreros, redondas monedas y vacíos aterradores, Mujeres y Hienas. Pero la costumbre es una magnífica anestesia y, poco a poco, los vacíos dejaron de ser tan aterradores. Siempre eran tristes, pero dejaron de producir en el navegante esa náusea insoportable. Era tan sólo un sabor metálico al fondo de la boca. Pero, por debajo de todos estos descubrimientos que había llegado a realizar, de todos esos nuevos sentimientos que habían revivido en él, los acontecimientos de su mundo habían seguido desarrollándose como antes. Inexorables. El nivel del mar siguió subiendo, las islas siguieron convirtiéndose en escarpados acantilados, el ominoso cielo se hizo más negro y se acercó más al barco, amenazador, dispuesto a devorarlo. Hacía tiempo que no se podía desembarcar en las islas para coger frutos y ahora los peces, cada vez más asustados del cercano cielo negro, se refugiaban en las profundidades del océano. El fantasma del hambre empezó a rondar al navegante. Un día, el palo mayor del barco arañó una superficie dura y abrasiva. La nave sufrió una brutal sacudida y del cielo saltaron terribles chispas. Cuando el marino subió a lo alto del mástil, se dio cuenta de que se había roto cerca de su extremo. Extendió la mano hacia arriba y notó un frío terrible, al mismo tiempo que un dolor como de gangrena le roía el brazo y un olor como a carne podrida llegaba a su nariz. Bajó aterrorizado, y en un rapto de locura, serró el palo mayor y el de trinquete y los lanzó al mar. En su delirio, se disponía a serrar el palo de mesana y a resignarse a que la negra noche con olor a carne muerta le engullese, cuando una extraña idea le vino a la cabeza. Navegaría hasta colocar su barco justo debajo de la Mujer Estrella de los Mares un ciclo de vacío de luna. Su barco supliría al vacío. Sus cálculos le indicaban que en unas semanas, aparecería la constelación de la Mujer Estrella de los Mares, sin luna. Su barco sería la luna, el escabel de los pies de la Mujer. Ella sería su mástil y su fértil vientre, su vela henchida de viento. No sabía qué podría pasar si lo conseguía, pero no le importaba. Si navegaba sin descanso, aunque sólo fuese con el palo de mesana, podría llegar a tiempo para que su barco estuviese allí el día justo. Navegó febrilmente, sin descanso, sin saber por qué ni para qué, aparejando la nave al límite de lo que su único mástil y sus velas podían resistir sin partirse o rasgarse. Navegó y navegó, sin preguntas, sin respuestas. Las fuerzas le faltaban, pero el recuerdo de la Mujer Estrella de los Mares, se las devolvía redobladas. Cazaba cabos, ceñía velas y contrapesaba el escoramiento del barco con su cada vez más ligero cuerpo. Se multiplicaba en mil febriles actividades. Amaneció el día en que debía formarse la constelación de Mujer Estrella de los Mares sin luna. Ese día navegó con una fuerza y con una ilusión como nunca, ni en los mejores tiempos de su juventud lo había hecho. Alcanzó velocidades vertiginosas, cabalgó olas, voló. Pero en el crepúsculo supo que no llegaría a tiempo. Por unas horas, pero llegaría tarde. Se tumbó cara al cielo, que ya empezaba a adquirir su espantoso tinte negro y lloró de desesperación. Entonces ocurrió. Vio su vida sin sentido, en busca de una falsa libertad frustrante, de un espejismo de egoísmo. Se dio cuenta de cómo la había tirado por la borda el mismo día que lo hizo con su mujer y sus hijos. Rezó, pidió otra oportunidad, sintió el arrepentimiento cauterizándole la herida del alma. Y la Mujer apareció. Y también, con ella, aparecieron muchas más estrellas de lo habitual, arracimadas en su vientre. Pero su barco no estaba donde debía estar. Entonces, un viento impetuoso, como no recordaba haber visto en toda su vida, impulsó con extraña suavidad la embarcación hasta el lugar exacto. En ese momento, con un gemido de dolor de las estrellas en todo el firmamento y un mugido como de ballenas en el mar y un balar como de corderos recién nacidos en la tierra, las estrellas nuevas se fundieron en un nuevo sol. La noche retrocedió como si hubiese sido herida en lo más hondo de su ser, las aguas bajaron y aparecieron otra vez las playas de las islas, el mar empezó a hervir de peces que saltaban sobre la cubierta del barco. Todo era nuevo. Un nuevo cielo y una nueva tierra le habían sido regalados al navegante. La noche siguiente a este prodigio, fue una noche mágica. Estallaba en estrellas que titilaban en brillantes sonrisas a todo lo largo y lo ancho del cielo. Y eran incontables, como las arenas de todas las playas de la nueva tierra. Una mancha lechosa cruzaba el cielo de extremo a extremo. Era la leche de la Mujer Estrella de los Mares, ahora Mujer Madre Estrella de los Mares, que cruzaba el cielo para llegar al recién nacido que regía el día y la noche, y el cielo y las estrellas, vencedor de la Hiena. El navegante, exhausto, se quedó dormido. Y oyó en sueños una voz que le decía, te haré padre de un pueblo numeroso como las estrellas que acabo de crear o como las arenas de las playas que he hecho emerger del fondo del océano. La noche negra de la muerte, no volverá a aparecer. Cuando despertó, tenía a su lado una bellísima mujer con una sonrisa como la de las estrellas y unos ojos verdes como el mar. Sus cabellos, largos y brillantes como el sol, se extendían como un abanico sobre la cubierta. Era su mujer. Siempre había sido así de bella aunque sus ojos hubiesen estado ciegos para verlo. Las promesas de fecundidad de los peces del mar, le brillaban en los labios y en los ojos. Supo que el cielo le había brindado una nueva oportunidad y que esta vez iba a aprovecharla.

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