12 de febrero de 2012

Para Félix de Azúa sobre la resurrección de la carne

Tomás Alfaro Drake

El otro día, una de las monjas de Iesu Communio de La Aguilera, pasaba del postulatazgo al noviciado. Como siempre que hay un acto así, tras la ceremonia religiosa, se reúnen en el locutorio cantidad de familiares y amigos de la protagonista del evento, además de unas 200 hermanas de la comunidad. Allí estaba yo. Y ese era también el caso de otra familia amiga que acababan de perder un hijo en un accidente de coche. Como en esas reuniones, cada uno que va, si lo desea, toma el micrófono y cuenta o pregunta lo que quiere, esta familia pidió oraciones para soportarlo. Alguien de los asistentes (el uso de la palabra es libre) contestó que él había perdido a muchos seres queridos y que, más allá de su tristeza y de su fe vacilante, siempre había tenido la certeza de que un día volverá a abrazar a todos los seres queridos que ha perdido. Pero lo cierto es que los cristianos, demasiado a menudo tenemos una fe demasiado abstracta y olvidamos esta grandiosa verdad. A veces, tienen que ser los no creyentes quienes nos lo recuerden.

Efectivamente, al día siguiente estuve varias horas hablando con mi hija Marta, que pertenece a la comunidad Iesu Communio. Hablamos del encuentro del día anterior y, concretamente, de esa intervención y del conceptualismo de la religión de muchos católicos. Me dijo que no era esa la formación que ellas recibían. Muy al contrario, en una de esas sesiones diarias de formación, les habían hablado de eso y les habían leído un artículo con el título de “Carne”, publicado en el País hacía tiempo. Me dio algunas claves y, cuando llegué a casa, lo busqué en internet. Me pareció magnífico, que su autor, Félix de Azúa, que se declara no creyente, nos recordase a los sedicentes católicos algunas cosas que deberían ser la base de nuestra fe. Transcribo el artículo completo:

Carne

Félix de Azúa, El País 21-VI-2000

Hace unos días asistí al funeral de una excelente persona muy querida por cuantos la conocieron. La parroquia estaba más bien mohína, como es razonable, hasta que comenzó el sermón. Entonces nos pusimos tristísimos. El buen cura vino a decir que lo mejor que puede hacerse en esta vida es morirse, porque de inmediato nos disolvemos en la luz divina como chispas devoradas por un alegre y vertiginoso incendio. Lo cual está muy bien, pero lo presentaba como algo estrictamente espiritual. Sólo nuestra parte inmaterial pasaba a formar parte de tan colosal luminosidad. Ni una palabra dijo sobre la parte carnal. Ahora bien, si la resurrección de la carne, la Gloria eterna, se queda en un cursillo de filosofía platónica, o, a todo tirar, hegeliana, dos potentes pensamientos ateos. Sin la resurrección de la carne, la promesa católica de inmortalidad se reduce a tener portal en un Internet eterno.

Mientras escuchaba las palabras del bondadoso sacerdote, me vinieron a la cabeza espeluznantes imágenes de una película de Dreyer, la sublime Ordet (La Palabra): cuando el personaje chiflado que todos creen mudo se enfrenta al cadáver de su cuñada y comienza a balbucear con voz cada vez más tonante hasta que, fuera de sí, aúlla las terribles palabras y ordena a la muerta que resucite. Al tiempo de caer desvanecido, la mujer se incorpora. Creo recordar que las flores que cubrían su cuerpo resbalan hasta el suelo volando con la lentitud de una sumisión reticente.

Católicos no os dejéis arrebatar la Gloria de la carne. No os hagáis hegelianos. Que, sobre todo, el cuerpo sea eterno es la mayor esperanza que se pueda concebir y sólo cabe en una religión cuyo Dios se dejó matar para que también la muerte se salvara. Quienes no tenemos la fortuna de creer, os envidiamos ese milagro, a saber, que para Dios (ya que no para los hombres) nuestra carne tenga la misma dignidad que nuestro espíritu, si no más, porque también sufre más el dolor. Rezamos para que estéis en la verdad y nosotros en la más negra de las ignorancias. Porque todos querríamos, tras la muerte, volver a ver los ojos de las buenas personas. E incluso los ojos de las malas personas. En fin, ver ojos y no únicamente luz.

Sencillamente soberbio. A veces, como dijo Benedicto XVI en su viaje a Alemania el pasado mes de Septiembre, “en la historia, algunos finos observadores han señalado frecuentemente que el daño a la Iglesia no lo provocan sus adversarios, sino los cristianos mediocres”. Y esa mediocridad pasa casi siempre porque nos hemos hecho una religión desencarnada. Porque Cristo, al encarnarse, hizo que nuestra carne tenga la misma dignidad que nuestro espíritu. Es cierto, la mayor esperanza que se pueda concebir sólo cabe en una religión cuyo Dios se dejó matar para que también la muerte se salvara. Pero al resucitar, no hizo que también la muerte se salvara, sino que le arrebató su victoria sobre la vida. Como dice san Pablo: “¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?” No es la muerte la que se ha salvado en Cristo. Somos nosotros los que en Cristo nos hemos salvado de la muerte. Nosotros, cuerpo y alma. Porque el hombre no es una mezcla de cuerpo y alma, como puede ser un agua echada al vino. Tampoco es una chispa de vida llamada alma, encarcelada en un cuerpo de sucia materia, como creen los gnósticos. No, el hombre es cuerpo y alma como el núcleo de helio está formado por dos protones. Si los separas, ya no es helio. Por eso el alma no estará del todo y completamente en la Gloria, hasta que se le una el cuerpo. Ignoro cómo será ese hiato de tiempo en que nuestra alma esté desencarnadamente salvada, pero no me cabe duda de que la Gloria total no será completa hasta que se produzca de nuevo esa unión. Tal vez, como en Dios no hay tiempo, lo que a nosotros nos parece un hiato extraño, sea un instante simultáneo. Así lo espero.

Los cristianos, y los católicos en particular, deberíamos empezar por leer más las Escrituras. Si lo hiciésemos, veríamos que la revelación judeo-cristiana es la única que afirma, desde su primera página, que el mundo material es bueno. Todos los mitos prejudaicos de la creación, hacen derivar el mundo material de los despojos de algún dios malvado. Y esa visión de un mundo material malo, ha pervivido hasta nuestros días en corrientes de origen gnóstico más o menos camuflado. Y también los cristianos, a menudo obsesionados por el pecado menos grave de los pecados, el de la carne mal usada, hemos contribuido a ello. Conviene recordar que la Iglesia, desde el principio, combatió esa creencia gnóstica. Si los cristianos leyésemos más las Escrituras, veríamos cómo Ezequiel afirma:

- Hijo de hombre, ¿podrán revivir estos huesos?
Yo le respondí:
- Señor, tú lo sabes.
Y me dijo:
- Profetiza sobre estos huesos y diles: ¡Huesos secos, escuchad la palabra del Señor! Así dice el Señor a estos huesos: Os voy a infundir espíritu para que viváis. Os recubriré de tendones, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu y viviréis, y sabréis que yo soy el Señor.

Yo profeticé como me había ordenado y, mientras hablaba, se oyó un estruendo; la tierra se estremeció y los huesos se unieron entre sí. Miré y vi cómo sobre ellos aparecían los tendones, crecía carne y se cubrían de piel. Pero no tenían espíritu.

Entonces él me dijo:
- Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre, y di al espíritu: Esto dice el Señor: Ven de los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos para que vivan.

Profeticé como el Señor me había ordenado, y el espíritu penetró en ellos, revivieron y se pusieron en pie. Era una inmensa muchedumbre.

Si leyésemos más las Escrituras, oiríamos a Job decir:

Yo sé que mi redentor está vivo y que él, al final, se alzará sobre el polvo; y después de que mi piel se haya consumido, con mi propia carne veré a Dios. Yo mismo lo veré, lo contemplarán mis ojos, no los de un extraño.

Y nos asombraríamos con san Pablo cuando decía:

En un instante, en un abrir y cerrar de ojos [...], los muertos resucitarán incorruptibles.

Y sabríamos responder con sus palabras a los que nos preguntasen cómo serían esos cuerpos resucitados y gloriosos. ¿Con qué cuerpo volverán a la vida? –nos preguntan y nos preguntamos lícitamente. ¿Cómo resucitará un discapacitado de nacimiento? ¿Cómo lo hará un embrión sacrificado a la investigación? Escuchemos:

Lo que tú siembras no germina si antes no muere. Y lo que siembras no es la planta entera que ha de nacer, sino un simple grano de trigo, por ejemplo, o de alguna otra semilla. Y Dios proporcionará a [...] cada semilla el cuerpo que le corresponde. [...] Se siembra algo corruptible, resucita incorruptible; se siembra algo mísero, resucita glorioso; se siembra algo débil, resucita pleno de vigor.

¿Podría una bellota saber cómo será cuando sea encina? La diferencia entre al cuerpo corruptible del embrión o el discapacitado y su cuerpo glorioso, no será más asombrosa que la de mi cuerpo actual y el glorioso. Es algo inimaginable. Pero, como bien dice Azúa, la carne gloriosa, no dejará de ser carne. Los primeros cristianos no se dejaban robar la gloria de la carne. En sus tumbas, ponían un epitafio que las diferenciaba de las demás. El epitafio decía: “En préstamo”. Se refería a que el cuerpo estaba prestado al polvo hasta la resurrección.

Pero también la lectura de los padres de la Iglesia apunta en la misma dirección de la glorificación de la carne junto con el cosmos entero. San Ireneo, por ejemplo decía que la auténtica Tierra Prometida será para los que“reciban con justicia los frutos del sufrimiento en la creación misma en que trabajaron o fueron afligidos, probados de todas maneras por el sufrimiento; y sean vivificados en la misma creación en la que padecieron muerte a causa del amor de Dios; y reinen en la misma creación en que sufrieron servidumbre ”. Porque, para un cristiano, la resurrección de su carne gloriosa, será también la resurrección gloriosa de este mundo, creado bueno, pero corrompido por el pecado. Nos dice san Pablo:

Porque la creación misma espera anhelante que se manifieste lo que serán los hijos de Dios. Condenada al fracaso, no por propia voluntad, sino por aquél que así lo dispuso, la creación vive en la esperanza de ser también ella liberada de la servidumbre de la corrupción y participar así en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Sabemos, en efecto, que la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente.

Sólo el pecado original, doctrina tan mal comprendida por cristianos y no creyentes, nos libera del pesimismo. Porque si, como constatamos con obviedad, el mal existe en el mundo, sólo la ruptura del plan bondadoso de Dios por el pecado deja la esperanza de arreglo. Si no es así, el mal formaría parte intrínseca del cosmos, del que no podría ser desarraigado de ninguna manera.

Pero, si la Escritura común a judíos y cristianos coincide en la resurrección de la carne, ¿qué ofrece de más Cristo al judaísmo? Precisamente que él, en persona, con su cuerpo y con su alma humanas, junto con su divinidad, vendrá a buscarnos desde la otra orilla y nos acompañará en el cruce de la tenebrosa Estigia, en vez de tener que vérnoslas a solas con Caronte y el Can Cerbero. Los judíos creen que el Dios Altísimo y sólo Espíritu les espera en la otra orilla pero, ¿es eso suficiente en tan duro trance? No lo creo. No obstante, para judíos y ateos que lo deseen, aquí , en esta orilla, estará también Jesús para ellos.

Por todo esto, cuando voy a un cementerio, al entierro de un amigo o a visitar la tumba de un ser querido, no me parece un sitio triste. Al contrario, imagino el día en que suene la trompeta, y se produzca la resurrección de la carne. Y el padre, prematuramente separado de su hijo, le abrace. Y el cojo saltará como un ciervo y alabará con cánticos la lengua del mudo. Y el biznieto se encontrará con su bisabuela, a la que sólo conoció como una anciana decrépita, y la verá en todo el esplendor y belleza de su juventud y le dirá con asombro: “Pero abuela, estás estupenda”. Y salgo del cementerio con la alegría de mi fe renovada.

Por tanto, es cierto, es triste que muchos cristianos hayan perdido esta perspectiva y se hayan quedado en un espiritualismo desencarnado. Pero no es esa nuestra fe. Por lo tanto, agradezco enormemente y de todo corazón a Félix de Azúa –y a rodos los no creyentes como él– que nos recuerden: Católicos no os dejéis arrebatar la Gloria de la carne. No os hagáis hegelianos. Pero les agradezco, sobre todo, su oración por nosotros: Rezamos para que estéis en la verdad y nosotros en la más negra de las ignorancias. Porque todos querríamos, tras la muerte, volver a ver los ojos de las buenas personas. E incluso los ojos de las malas personas. En fin, ver ojos y no únicamente luz. Hay oraciones de ateos en búsqueda que son escuchadas por Dios con más agrado que las de cristianos demasiado satisfechos y acomodados como para buscar nada. Un buen ejemplo de ello es la oración del ateo, en forma de soneto, de don Miguel de Unamuno, un hombre en búsqueda donde los haya:

Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,
y en tu nada recoge estas mis quejas,
Tú que a los pobres hombres nunca dejas
sin consuelo de engaño. No resistes

a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.
Cuando Tú de mi mente más te alejas,
más recuerdo las plácidas consejas
con que mi alma endulzóme noches tristes.

¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande
que no eres sino Idea; es muy angosta
la realidad por mucho que se expande

para abarcarte. Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si Tú existieras
existiría yo también de veras.

Sólo una cosa le diríamos Félix de Azúa –creo– y yo a don Miguel. Si Dios existiese, no sería una Idea. Sería de carne. Y yo añado. Es Jesucristo. Y por él, que es la Palabra, para quien fue hecho todo lo material, nuestro cuerpo incluido, existimos de veras, querido don Miguel.

Espero que a cambio de aceptar su oración, Félix y todos los no creyentes, me permitan a mí rezar para que se caiga el velo de la más negra de las ignorancias que él –que no yo– menciona. Ateos, rezamos para que vuestro velo se caiga. Sí, tras la muerte veremos con nuestros ojos de carne los ojos de las buenas personas. Los ojos y la carne de los que hemos amado en este mundo y por los que, y con los que, hemos sufrido, llorado y reído. Como dijo Francis Jammes en su libro “Hojas en el viento”. “Creo que en el último día, las cenizas, levantadas por el Espíritu, obedecerán a las órdenes de reencontrarse por sí mismas. Y volverás a ver a tu hija cogiendo cerezas y capuchinas; y a tu hijo leyendo un periódico en el jardín, donde está tendida la ropa; y a tu joven mujer, cuya mejilla está dulce como la mañana”.

Y también, incluso, los ojos de de los ateos que han buscado más que muchos creyentes y son, por tanto, más creyentes que ellos. O de los que han encontrado en la hora undécima, aunque no hayan buscado, por la misericordia de Dios. Y los de las malas personas que se acogen a esa misericordia sin límites, dejando, así, de ser malas personas.

Que así sea.

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