18 de septiembre de 2011

Dos confesiones en "Las cenizas de Ángela" y III

Hace tiempo vi la película “Las cenizas de Ángela” y me impresionó la escena de una confesión. Me pareció uno de los ejemplos más maravillosos del sacramento del Perdón de Dios. Desde entonces llevaba pensando comprarme el libro para buscar en él ese pasaje, pero por fas o por nefas, no lo hacía. Un día, ¿por “casualidad”, husmenado en la biblioteca de una tía mía mientras me aburría, encontré un ejemplar del libro. Lo leí y encontré el pasaje de esa confesión. Y no sólo de una, sino de dos. Sin duda, la más luminosa es la segunda, aunque la primera transmite muy bien la conmiseración por el terrible mundo en que vivimos de un sacerdote que confiesa a un niño. Transcribo ambas aquí, junto con otros párrafos del libro y algunas reflexiones personales, para situar los pasajes de ambas confesiones en el contexto. El texto que transcribo literalmente del libro es duro y puede herir ciertas sensibilidades. Pero en su último libro, “Luz del mundo” Benedicto XVI insiste en varias ocasiones en que hay que presentar la doctrina cristiana a los hombres del siglo XXI con un lenguaje existencialmente entendible por él. Qué mejor que el de una novela de gran éxito que, además, ha sido llevada al cine. Por eso lo hago. Y lo hago en tres entregas para no extenderme demasiado. Termino con la parte III:


Tengo todo el día por delante antes de ir a ver a la señora Finucane para escribir las cartas amenazadoras, y me paseo por la calle Henry hasta que la lluvia me hace entrar en la iglesia de los franciscanos, donde está San Francisco entre sus pájaros y sus corderos. Lo miro y me pregunto cómo he podido rezarle. No, no le he rezado, le he pedido cosas.

Le pedí que intercediera por Theresa Carmody pero él no hizo nada, se quedó allí de pie en su peana con su sonrisita, con los pájaros, con los corderos, y Theresa y yo le importamos menos que un pedo de violinista.

Tú y yo hemos terminado, San Francisco. Te dejo. Francis. No sé por qué me pusieron ese nombre. Me iría mejor si me llamara Malachy, el nombre de un rey y el de un gran santo. ¿Por qué no curaste a Theresa? ¿Por qué dejaste que se fuera al infierno? Dejaste a mi madre subirse al altillo. Me dejaste caer en estado de condenación. Los zapatitos de los niños, dispersos por los campos de concentración. Vuelvo a tener el tumor. Lo tengo en el pecho, y tengo hambre.


La lluvia y la súplica, disfrazada de reproches por la angustia, le ablandan el alma y el arrepentimiento empieza a abrirse camino hacia Dios.


San Francisco no me ayuda, no impide que me broten las lágrimas de los ojos, que sorba y me atragante y que me salgan los “Dios mío, Dios mío” que me hacen caer de rodillas con la cabeza apoyada en el banco de delante, y estoy tan débil por el hambre y por el llanto que estoy a punto de caerme al suelo, ¿y tendrías la bondad de ayudarme, Dios, o San Francisco?, porque hoy cumplo dieciséis años, y he pegado a mi madre y he mandado a Theresa al infierno y me he hecho pajas por todo Limerick y por toda su comarca, y tengo miedo de la rueda de molino atada a mi cuello.


Es entonces cuando Cristo se hace presente en la figura de un sacerdote santo. Y con Él, el perdón, y la alegría de la seguridad de sentirse perdonado y el disfrutar por saberse amado gratis por Él, como deberían amar todos los padres a sus hijos, y el calor de la misericordia de Dios para con todos los hombres. Y el poder disfrutar otra vez de la panceta y los huevos. Todo como un torrente incontenible de vida.


Hay un brazo que me rodea los hombros, un hábito pardo, el chasquido de un rosario negro, un fraile franciscano.

–Hijo mío, hijo mío, hijo mío.

Soy un niño y me reclino contra él, el pequeño Frankie en el regazo de su padre, cuéntame lo de Cuchulain, papá es mi cuento, no lo pueden tener ni Malachy ni Freddie Leibowitz en los columpios.

–Hijo mío, siéntate aquí conmigo. Dime qué te inquieta. Sólo si quieres decírmelo. Soy el padre Gregory.

–Hoy cumplo dieciséis años, Padre.

–Ah, qué bonito, qué bonito, ¿y por qué ha de inquietarte eso?

–Anoche me tomé mi primera pinta.

–¿Sí?

–Pegué a mi madre.

–Dios nos asista, hijo mío. Pero Él te perdonará. ¿Hay algo más?

–No puedo decírselo, Padre.

–¿Querrías confesarte?

–No puedo, Padre. He hecho cosas terribles.

–Dios perdona a todos los que se arrepienten. Envió a Su único Hijo amado para que muriera por nosotros.

–No puedo contárselo, Padre. No puedo.

–Pero puedes contárselo a San Francisco, ¿verdad?

–Ya no me ayuda.

–Pero tú lo quieres, ¿verdad?

–Sí. Me llamo Francis.

–Entonces. Cuéntaselo a él. Nos quedaremos aquí y tú le contarás las cosas que te inquietan. Si yo te escucho aquí sentado no seré más que los oídos de San Francisco y de Nuestro Señor. ¿No te vendrá bien?

Hablo con San Francisco, le hablo de Margaret, Oliver, Eugene, de mi padre que cantaba Roddy McCorley y no traía dinero a casa, de mi padre que no enviaba dinero de Inglaterra, de Theresa y el sofá verde, de mis pecados terribles en Carrigogunnell, de por qué no pudieron ahorcar a Hermann Goering después de lo que hizo a los niños pequeños, cuyos zapatos estaban esparcidos por los campos de concentración, del Hermano cristiano que me cerró la puerta en las narices, de cuando no me dejaron ser monaguillo, de mi hermano pequeño Michael que andaba por el callejón con el zapato roto con la suela que le aleteaba, de mis ojos enfermos que me avergüenzan, del Hermano jesuita que me cerró la puerta en las narices, de las lágrimas en la cara de mamá cuando le di una bofetada. El padre Gregory me dice:

–¿No querrías quedarte sentado en silencio, rezar unos minutos quizás?

Siento la aspereza de su hábito pardo contra mi mejilla, y percibo un olor a jabón. Mira a San Francisco y al sagrario e inclina la cabeza, y yo supongo que está hablando con Dios. Después me dice que me arrodille, me da la absolución, me dice que rece tres avemarías, tres padrenuestros, tres glorias. Me dice que Dios me perdona y que yo debo perdonarme a mí mismo, que Dios me ama y que yo debo amarme a mí mismo, pues sólo cuando amas a Dios en ti mismo puedes amar a todas las criaturas de Dios.

–Pero yo quiero saber si Theresa Carmody está en el infierno, Padre.

–No, hijo mío. Seguro que está en el cielo. Sufrió como los mártires antiguos, y Dios sabe que ésa es una penitencia suficiente. No dudes de que las hermanas del hospital no la dejaron morir sin un sacerdote.

–¿Está seguro, Padre?

–Lo estoy, hijo.

Me bendice otra vez, me pide que rece por él, y yo troto feliz por las calles lluviosas de Limerick, pues sé que Theresa está en el cielo y ya no tose.


Tres años más tarde, con dieciocho años, para cumplir diecinueve, Frank McCourt embarca hacia América. Pero ya no necesita un cura que se parezca a Bing Crosby en Siguiendo mi camino. Ahora sabe que en todas partes pueden encontrarse sacerdotes santos.

Cuanta gente, a falta de un momento como el de Frank McCourt, abandona la religión para siempre, y arrastra durante toda su vida, buscando mil excusas, el tumor de los remordimientos sin arrepentimiento. Pero, la misericordia de Dios no dejará a ningún hombre sin ese momento. Como dijo Oscar Wilde en “De Profundis”, “al menos una vez en su vida, todo hombre camina con Cristo hacia Emaús”. Ese fue uno de los días de Frank McCourt. Quizá haya personas para las que ese caminar con Cristo hacia Emaús ocurra en el último momento de vida. Quizá la misericordia de Dios haga que para todos, ese último momento de nuestra vida sea el de caminar con Él hacia Emaús.

No hay comentarios:

Publicar un comentario