4 de septiembre de 2011

Dos confesiones en "Las cenizas de Ángela"

Hace tiempo vi la película “Las cenizas de Ángela” y me impresionó la escena de una confesión. Me pareció uno de los ejemplos más maravillosos del sacramento del Perdón de Dios. Desde entonces llevaba pensando comprarme el libro para buscar en él ese pasaje, pero por fas o por nefas, no lo hacía. Un día, ¿por “casualidad”, husmenado en la biblioteca de una tía mía mientras me aburría, encontré un ejemplar del libro. Lo leí y encontré el pasaje de esa confesión. Y no sólo de una, sino de dos. Sin duda, la más luminosa es la segunda, aunque la primera transmite muy bien la conmiseración por el terrible mundo en que vivimos de un sacerdote que confiesa a un niño. Transcribo ambas aquí, junto con otros párrafos del libro y algunas reflexiones personales, para situar los pasajes de ambas confesiones en el contexto. El texto que transcribo literalmente del libro es duro y puede herir ciertas sensibilidades. Pero en su último libro, “Luz del mundo” Benedicto XVI insiste en varias ocasiones en que hay que presentar la doctrina cristiana a los hombres del siglo XXI con un lenguaje existencialmente entendible por él. Qué mejor que el de una novela de gran éxito que, además, ha sido llevada al cine. Por eso lo hago. Y lo hago en tres entregas para no extenderme demasiado. Ahí va la primera:

Frank McCourt, nació en USA de una familia irlandesa emigrada allí. A la familia le fue mal en el paraíso americano y, cuando Frank tenía tres años volvieron a Irlanda, a Limerick. Su padre, un borracho que no se ocupaba de la familia y se gastaba en cerveza todo el poquísimo dinero que ganaba, mientras la familia pasaba hambre, sabía, sin embargo hacerse querer por Frank.

El abuelo del Norte envía un giro telegráfico de cinco libras para Alphie, el niño recién nacido. Mamá quiere ir a cobrarlo. Pero no puede apartarse mucho de la cama. Papá dice que irá a cobrarlo él a la oficina de correos. Mamá nos dice a Malachy y a mí que vayamos con él. Él lo cobra y nos dice:

–Bueno, chicos, volved a casa y decid a vuestra madre que yo volveré dentro de un rato.

–Papá –dice Malachy–, no debes ir a la taberna. Mamá dijo que debías traer el dinero a casa. No debes beberte la pinta.

–Vamos, vamos, hijos. Volved a casa con vuestra madre.

–Danos el dinero, papá. Ese dinero es para el niño.

–Vamos, Francis, no seas un niño malo. Haced lo que os dice vuestro padre.

Se aparta de nosotros y entra en la taberna de South.

Mamá está sentada junto a la chimenea con Alphie en brazos. Sacude la cabeza.

–Se ha ido a la taberna, ¿verdad?

–Sí.

–Quiero que volváis a esa taberna y que lo hagáis salir cantándole las verdades. Quiero que os pongáis en medio de la taberna y que digáis a todos los presentes que vuestro padre se está bebiendo el dinero del niño. Vais a decir a todo el mundo que no hay en toda la casa un bocado que comer, ni un trozo de carbón para encender el fuego, ni una gota de leche para el biberón del niño.

Malachy ensaya el discurso en voz alta mientras vamos andando por la calle:

–Papá, papá, esas cinco libras son para el niño nuevo. No son para beber. El niño está arriba, en la cama, pidiendo leche a gritos y a voces, y tú, bebiéndote la pinta.

Se ha marchado de la taberna de South. Malachy quiere ponerse en medio de la taberna y pronunciar el discurso de todos modos, pero yo le digo que tenemos que darnos prisa y buscar en otras tabernas antes de que papá se beba las cinco libras. Tampoco lo encontramos en otras tabernas. Sabe que mamá vendría a buscado o que nos enviaría, y en este extremo de Limerick y en las afueras hay tantas tabernas que podríamos pasamos un mes entero buscándolo. Tenemos que decir a mamá que no hay rastro de él, y ella nos dice que somos unos inútiles totales.

–Ay, Jesús, si yo estuviera fuerte registraría todas las tabernas de Limerick. Le arrancaría la boca de la cara, vaya si lo haría. Volved, volved y buscad en todas las tabernas de la zona de la estación y buscad también en las freidurías de pescado y patatas de Naughton.

Tengo que ir yo solo, porque Malachy tiene diarrea y no puede apartarse demasiado del cubo. Registro todas las tabernas de la calle Parnell y de los alrededores. Busco en los reservados donde beben las mujeres y en todos los retretes para hombres. Tengo hambre, pero me da miedo volver a casa sin haber encontrado a mi padre. No está en la freiduría de Naughton, pero en una mesa del rincón hay un borracho dormido y se le ha caído al suelo su pescado con patatas fritas envuelto en páginas del Limerick Leader, y si no me llevo yo se lo llevará el gato, de modo que me lo meto bajo el jersey y salgo por la puerta y subo la calle para sentarme en los escalones de la estación del ferrocarril a comerme el pescado frito con patatas fritas, a ver pasar a los soldados borrachos con las chicas que se ríen, a dar las gracias mentalmente al borracho por haber inundado de vinagre el pescado y las patatas fritas y por haberlos rebozado de sal, y entonces pienso que si me muero esta noche estoy en pecado por haber robado y que podría ir de cabeza al infierno lleno de pescado y patatas fritas, pero hoy es sábado y si los curas siguen en los confesonarios puedo limpiar mi alma después de haber comido.

La iglesia de los dominicos está cerca, subiendo la calle Glentworth.

–Ave María Purísima; Padre, hace quince días de mi última confesión.

Le cuento los pecados habituales, y después le digo que he robado pescado frito con patatas fritas a un borracho.

–¿Por qué, hijo mío?

–Tenía hambre, Padre.

–¿Y por qué tenías hambre?

–Porque tenía la tripa vacía, Padre.

No dice nada, y aunque está a oscuras yo sé que está sacudiendo la cabeza.

–Hijo mío, ¿por qué no pudiste ir a tu casa y pedir a tu madre que te diese algo?

–Porque ella me envió a buscar a mi padre en las tabernas, Padre, y yo no lo encontraba, y no tiene ni un bocado en casa, porque él se está bebiendo las cinco libras que envió el abuelo del Norte para el niño nuevo, y ella está rabiando junto al fuego porque yo no encuentro a mi padre.

Me pregunto si este cura está dormido, porque se queda muy callado hasta que dice:

–Hijo mío, yo me siento aquí. Escucho los pecados de los pobres. Les impongo la penitencia. Les doy la absolución. Debería estar de rodillas lavándoles los pies. ¿Me entiendes, hijo mío?

Yo le digo que sí, aunque no lo entiendo.

–Vete a tu casa, hijo. Reza por mí.

–¿No me pone penitencia, Padre?

–No, hijo mío.

–Pero he robado el pescado y las patatas fritas. Estoy condenado.

–Estás perdonado. Vete. Reza por mí.

Me echa la bendición en latín, habla para sí mismo en inglés y yo me pregunto qué le he hecho.

Deseo encontrar a mi padre para poder decir a mamá: “Aquí está, y le quedan tres libras en el bolsillo”. Ya no tengo hambre, y puedo subir por una acera de la calle O’Connell y bajar por la otra y registrar también las tabernas le las bocacalles, y lo encuentro en la taberna de Gleeson; es inconfundible por su manera de cantar.

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El corazón me palpita con fuerza en el pecho y no sé qué hacer, porque sé que estoy ardiendo de rabia dentro de mí como mí madre que está sentada junto al fuego, y lo único que se me ocurre es entrar y darle una buena patada en la pierna y volver a salir corriendo, pero no lo hago porque tenemos las mañanas junto al fuego cuando me habla de Cuchulain y de De Valera y de Roosevelt, y si ahora está allí borracho tomándose pintas con el dinero del niño también tiene en los ojos la mirada que tenía Eugene cuando buscaba a Oliver, y más vale que vuelva a casa y diga a mi madre una mentira, que no le he visto y no he podido encontrarlo.

Mamá está en la cama con el niño. Malachy y Michael están arriba, en Italia, dormidos. Sé que no tengo que decir nada a mamá, que falta poco para que cierren las tabernas y entonces llegará él a casa cantando y ofreciéndonos un penique por morir por Irlanda, y ahora será diferente, porque beberse el paro o el sueldo ya es malo de por sí, pero el hombre que se bebe el dinero que era para un niño nuevo es el colmo de los colmos, como diría mi madre.

Malachy es su hermano, un año más pequeño que él y Michael menor todavía, el recién nacido se llama Alphie. La madre se llama Ángela. En este momento de la historia Frank tiene nueve años.

Andando el tiempo, el padre de Frank se va a Inglaterra a trabajar, pero no da señales de vida. No manda dinero ni escribe. Ángela, su madre, no puede hacer frente al alquiler del miserable cuartucho en donde vive la familia, es desahuciada y tiene que buscar asilo en la casa de un primo suyo, Gerard Griffin, al que todos llaman Laman. La madre de Ángela, hermana de la madre de Laman, le “obliga” a acoger a la familia. La “casa” es una cocina y una habitación con una cama grande y otra pequeña. Hay también un altillo al que hay que subir acercando la mesa, poniendo una silla encima y subiéndose a mesa y silla para, de un salto, encaramarse al altillo. La abuela “obliga” a Laman a irse a vivir allí.

–Hay problemas. A Ángela la desahuciaron los niños y está lloviendo a mares. Necesitan un sitio donde refugiarse hasta que salgan adelante. Y yo no tengo sitio para ellos. Tú podrías alojarlos en el altillo si quisieras, pero no puede ser, porque los pequeños no podrían subir y se caerían y se matarían, de modo que instálate tú allí y ellos pueden mudarse aquí.

La autoridad de los mayores no se discute. Laman se sube a dormir al altillo y abajo, en la cama grande, duermen Ángela, con Michael y Alphie. Malachy y Frank duermen en la pequeña. La aparente buena voluntad de Laman empieza exigiendo trabajos serviles. Él no quiere bajar del altillo por las noches para ir al retrete a hacer sus necesidades, así que las hace en un orinal y exige que cada mañana Ángela lo vacíe. Las exigencias pronto degeneran en abusos sexuales y Ángela tiene que pagar el “favor” con su cuerpo en el altillo cada vez que Laman lo requiere. El altillo es abierto y los niños, a medida que crecen van haciéndose conscientes de la situación. Frank tiene doce años para cumplir trece y se da cuenta de todo.

Laman es un gran lector, tiene un carnet de la biblioteca pública y Frank se lo coge siempre que puede, a escondidas, para ir a leer. Desarrolla así una gran pasión por la lectura. Eso por lo menos será algo que Frank le deba a Laman el resto de su vida. Muy pronto le dará beneficios. Laman tiene también una bicicleta y Frank suspira por que se la deje. Le promete dejársela si le vacía todos los días el orinal.

–Claro que puedes usar mi bici –dice. Los chicos deben poder salir y ver el campo. Claro. Pero te lo tienes que ganar. No se puede conseguir nada de balde, ¿verdad?

–Sí.

–Y yo tengo un trabajo para ti. No te importa trabajar un poco, ¿verdad?

–No.

–¿Y te gustaría ayudar a tu madre?

–Sí.

–Pues bien. Ese orinal está lleno desde esta mañana. Quiero que subas, que lo recojas y que lo lleves al retrete y lo enjuagues bajo el grifo de fuera y que vuelvas a subirlo.

Yo no quiero vaciarle el orinal, pero sueño con recorrer millas en bicicleta rumbo a Killaloe, campos y cielos, lejos de esta casa, bañarme en el Shannon y dormir una noche en un granero. Arrastro la mesa y la silla hasta la pared. Me subo, y allí está, debajo de la cama, el orinal blanco. Listado de marrón y de amarillo, a rebosar de orina y de mierda. Lo deposito suavemente en el borde del altillo para que no se derrame, me descuelgo hasta la silla, cojo el orinal, lo bajo, aparto la vista, lo sujeto mientras bajo a la mesa, lo coloco en la silla, me bajo al suelo, llevo el orinal al retrete, lo vacío y vomito detrás del retrete hasta que me acostumbro a hacer este trabajo. Laman me dice que soy un buen chico y que la bici es mía siempre que quiera, a condición de que el orinal esté vacío y de que yo esté dispuesto a acerarme de una carrera a la tienda para comprarle cigarrillos, a ir a la biblioteca a traerle libros y a hacer cualquier otro recado que él quiera.

–Tienes mucha mano con el orinal –me dice. Se ríe. Y mamá mira fijamente las cenizas apagadas de la chimenea.

Así las cosas, una noche, la víspera de la excursión a Killaloe para la que Frank quiere la bicicleta, Laman llega borracho a casa. A Frank se le ha olvidado vaciar el orinal. Laman le dice que la promesa de dejarle la bici ya no está en pie y, como quiera que Frank le contesta, le da una paliza brutal. Frank se va de la casa y se convierte, con trece años, en un niño sin hogar, si lo que tenía antes podía considerarse uno. Va a casa de su abuela, que murió de un resfriado como consecuencia del empapamiento de lluvia el día en que desahuciaron a Ángela. Su tío Pat, al que todo el mundo llama el Abad, le acoge. A partir de entonces el Abad será para Frank lo más parecido a un amigo y un padre.

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