29 de abril de 2011

Ante la beatificación de Juan Pablo II

Tomás Alfaro Drake

Hoy anticipo al viernes mi entrada del domingo, porque quiero hacer una entrada in memoriam Juan Pablo II, antes de su beatificación este domingo. Hago un post uniendo dos cosas que escribí poco despues de su muerte y una oración que escribió él cuando cumplió 65 años, que parece profética y que es enormemente consoladora ante la enfermedad incapacitante.

4-IV-2005

Me parece absurdo y pretencioso decir nada sobre Juan Pablo II, cuando tantas plumas y tantas personalidades han dicho tantas cosas de él. Lo que sí quiero expresar es la evolución de mi ánimo durante las horas siguientes a su muerte, porque me gustaría que eso permaneciese incluso después de que mi frágil memoria lo haya olvidado. Me permito, además, haceros partícipes de mis pensamientos porque la fe es algo público y todos nos podemos iluminar a todos con la pequeña luz de cada uno. Esta es la mía.

Estaba delante de la televisión cuando se dio la noticia. Llamé a mi familia y rezamos un Padrenuestro. Después me cayó como una losa encima. Guardo un recuerdo lejano del día en que murió mi padre cuando yo tenía 14 años. Guardo, en cambio, un nítido recuerdo de mi padre vivo, dos años antes de su muerte, llorando con lágrimas viendo en la televisión el entierro de Juan XXIII. En el momento de la muerte de Juan Pablo II se me vino esa imagen a la mente y tuve que hacer un verdadero esfuerzo para contener las lágrimas y el llanto abierto. Un absurdo pudor me impidió dar rienda suelta a mis sentimientos y tuve el dudoso éxito de ser capaz de contenerme. Pero puedo decir que, hasta donde pueda fiarme de mi recuerdo, me sentí más triste este sábado que el día de la muerte de mi padre, al que quería enormemente. Este sábado me he sentido invadido por un inmenso sentimiento de orfandad.

Blanca había recibido numerosos mensajes por el móvil diciendo que cuando muriese el Papa, fuéramos a rendirle un homenaje póstumo allí donde nos habíamos despedido de él, en la plaza de Colón. Efectivamente, allí estuve en la Misa que celebró por las canonizaciones en su última visita. Con el ánimo por los suelos fui a rendirle ese último homenaje y a rezar por él con los que allí se congregasen. Fui pronto, a eso de las 11 de la noche.

La espontaneidad se traduce a veces en desorganización. Allí, en Colón, había muchas personas, reunidas en pequeños corros, cada uno centrado en su oración. Las oraciones se mezclaban a veces entre ellas y con gritos de ¡Viva el Papa! o ¡Juan Pablo II te quiere todo el mundo! A decir verdad, yo no me encontraba con ánimos de gritar, ni siquiera vivas al Papa. Hasta me molestaron un poco los gritos. Me acerqué a un grupo de chicos muy jóvenes –debían ser todavía colegiales– que estaban rezando el Rosario, de rodillas, en círculo alrededor de una cruz que habían hecho en el suelo con cirios. Estaban terminando de rezarlo. Cuando acabaron, uno de ellos, un poco mayor que los demás, siempre de rodillas, tomo la palabra y, con un entusiasmo contagioso les dijo algo así como:

“Acordaros de lo que nos decía: ‘¡No tengáis miedo!’ ‘¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!’ En este momento nos lo sigue diciendo desde el cielo. Ofrecedle vuestros estudios. Él quería que los cristianos fuésemos gente muy preparada para poder dar un testimonio mejor. Y, al próximo Papa vamos a quererle tanto como a este. Es el Espíritu Santo el que lo va a elegir”.

Toma del frasco... Primer aldabonazo. Cuando se levantaron, les pregunté si pertenecían a algún grupo, movimiento, colegio, parroquia o algo. El que les había dicho la frase me contestó:

“No. Somos un grupo de amigos, católicos, comprometidos con nuestra fe, que nos hemos hecho más amigos y hemos crecido en número gracias a Juan Pablo II. Somos la semilla de Juan Pablo II”.

Más del frasco... Segundo aldabonazo. En ese momento fue cuando empecé a sentir que algo como un viento del Espíritu se movía por Colón. A medida que pasaba el tiempo entre oraciones, gente que traía megáfonos y gritos de vivas al Papa que cada vez me molestaban menos, la plaza se iba llenando. En un momento, me decidí a dar una vuelta por entre la gente. Por todas partes había distintos grupos con distintas iniciativas. Rosarios, meditaciones improvisadas, cantos de diversa índole, todos religiosos. De repente, me encontré con un grupo de Kikos. Algunos de ellos, con guitarras y percusión en el centro cantaban y marcaban un ritmo entre hebreo y africano a otros que bailaban en círculos concéntricos que giraban cada uno en dirección contraria a los adyacentes. Se respiraba alegría en su danza y su canto. Tengo que reconocer que me produjo un cierto escándalo verlos aparentemente ajenos a la muerte del Papa. Mientras los miraba con escepticismo, se acercó una cámara de televisión con su foco y Almudena Ariza micrófono en mano. Enfocaron a una chica de unos 25 años que estaba bailando y Almudena Ariza le dijo:

No entendemos nada, se supone que deberíais estar tristes. Se ha muerto el Papa.

Con enorme naturalidad, la chica le contestó:

¿Por qué? Cristo ha resucitado. Por eso sabemos que el Papa está con Él en el cielo. Desde allí cuida de nosotros y de toda la Iglesia más aún de lo que lo hacía cuando estaba entre nosotros. Además, el Papa hubiese querido que estuviésemos alegres. Y nosotros estamos dando gloria a Dios por el regalo que nos ha hecho con este Papa.

Tercer aldabonazo. La tristeza se me fue como por ensalmo. ¡Qué tres lecciones! A partir de ese momento, me puse a recorrer toda la plaza. Bailé con los neocatecumenales, recé en los círculos de oración que me encontraba, canté donde se cantaba. Parecía como si todo el mundo estuviese esperando a que Juan Pablo II apareciese de un momento a otro en la plaza de Colón. Me acordé de la anécdota que se cuenta sobre el Papa cuando estuvo en Zaragoza. Dicen que en la plaza de debajo de la ventana donde él estaba durmiendo se congregaron varios grupos de bailadores de jotas. Era tarde y había quien pensaba que estaban molestando al Papa. Entonces apareció Juan Pablo II en la ventana y les dijo: “Dicen que el que canta reza dos veces. Y yo me pregunto, ¿cuántas veces reza el que baila? En todo momento tuve la vívida impresión de que el Espíritu Santo volaba por la plaza de Colón, dando a cada uno su carisma. Esta es la Iglesia a la que pertenezco. Llena de dones, de carismas y de diversidad, alegre en la tristeza y plena en la alegría, todos alrededor de una única Verdad; Cristo Resucitado. Entonces vi que todo este humus que ha estado formándose y alimentando semillas en la oscuridad durante los últimos 27 años de la vida de Juan Pablo II, germinará. No puede hacer otra cosa que germinar, después de que el grano de trigo ha muerto. Romperá la costra de aparente indiferencia, apatía y rechazo. André Malraux dijo que el siglo XXI será el siglo de la espiritualidad o no será nada en absoluto. Pues bien; será el siglo de la espiritualidad, porque la humanidad está, en lo más profundo de sí misma, harta de la nada. Pero este florecer de la estepa, no ocurrirá ante la pasividad del Mal. Pío XII, antes de ser Papa, dijo: “Doy gracias a Dios cada día por haberme hecho vivir en las circunstancias presentes. Esta crisis, tan profunda y universal, es única en la historia de la humanidad. El bien y el mal se han enfrentado en un duelo gigantesco. Nadie tiene, pues, derecho a ser mediocre”.

Ayer Domingo fui por la noche a la Almudena y, muy por encima de la pésima organización del acto, probablemente desbordados –los organizadores– por una respuesta popular mayor de la que esperaban, seguí percibiendo lo mismo.

Pero hoy lunes ha regresado el sentimiento de orfandad. Hoy empieza lo heroico, la lucha contra la mediocridad. Hacer que cada día sea un renacer. Que cada día sintamos que Cristo vive y que el Espíritu vivifica a su Cuerpo Místico, nosotros, la Iglesia. Y que suya será la victoria.

Tomás Alfaro Drake


10-IV-2005

Si se me perdona el símil taurino, Juan Pablo II ha muerto como un toro bravo. Puede parecer irreverente, pero no lo es. Para una persona que le gusten los toros, no hay nada más emocionante que la muerte de un toro bravo. Herido de muerte, en el centro del ruedo, sin buscar el arrimo de las tablas de toriles, donde van a morir los toros mansos, lucha tambaleante por tenerse en pie, con la cabeza erguida, la frente alta, desafiante. Está casi muerto, pero el matador se acerca a él con respeto. Al borde de la muerte, sigue siendo un animal terrible que puede asestarle una cornada mortal que le haga correr la misma suerte que el astado. Más de un matador ha atestiguado esto con su vida.

Naturalmente, las armas de Juan Pablo II, no eran la violencia de una embestida o una mortífera cornada. No. Las armas del Papa eran la caridad y la verdad. Y el fruto de su posible ataque, la conversión del pecador. Pero ahí ha estado hasta el final, erguido, desafiante. Los malos taurinos le pedían que se recostase en tablas, que los cabestros saliesen para llevárselo del ruedo a morir donde nadie le viera. Pero él no. Él, armado con la fiereza de la caridad fiera nos decía cómo había que morir. En días en que se llama muerte digna a una muerte miserable, él nos daba lecciones de dignidad y grandeza a las puertas de la muerte. Se apoyaba en la cruz de Cristo y elevaba la mano bendiciendo con la misma cruz. Con la bravura y la mansedumbre pasa una cosa curiosa. Un toro bravo es un toro fiero, pero con nobleza. Un toro manso es un toro taimado y traicionero que recula para llevarte a su terreno y allí cornearte. La mansedumbre que nos pide Cristo es bravura. La bravura de los mártires y de los santos. La fiereza de la caridad fiera, el estandarte de la verdad izado, pero la nobleza de ser uno mismo, íntegro, sin dobleces. Y el mundo reconoce la bravura en la auténtica mansedumbre cristiana. “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”, nos dijo Cristo. ¡Qué humildad la de Juan Pablo II viendo estadios enormes llenos de gente aclamándole y sabiendo que ni uno solo de esos aplausos eran para él! Sabía que todos eran para Cristo del que él tanto aprendió en la oración.

Cuando el toro bravo cae, no dobla las manos y las patas tranquilamente. No. Se derrumba con estrépito y rueda. Y el público, como movido por un resorte se pone de pie y brinda un homenaje a la fiera con una cerrada, larga y emocionada ovación. Y en el arrastre, se repite la escena.

Así ha ocurrido con Juan Pablo II y el ejemplo de su fiera caridad, de su lucha por la verdad, de su condena a la cultura de la muerte apoyándose en el ejemplo. La ovación ha sido apoteósica, unánime. Sus detractores han tenido que agachar la cabeza y callarse o, si han expresado sus críticas, se han encontrado con la conmiseración derivada del contraste entre su mezquindad y la grandeza del Santo Padre. Pero cuando el tiempo pase, cuando el recuerdo se enfríe, volverán a la carga. Entonces, cuando eso ocurra, no nos dejemos engañar. La memoria histórica es muy débil. Apenas se habían apagado los ecos de los elogios a Pío XII, tras su muerte, como defensor de la paz y salvador de cientos de miles de judíos , cuando nos empezaron a robar su memoria con calumnias, que todavía hoy arrecian, haciéndole poco menos que corresponsable con Hitler del holocausto[1]. Que nuestra memoria no nos falle entonces. Juan Pablo II ha sido uno de los seres humanos más grandes que Dios ha dado como regalo a la humanidad.

No me resisto a terminar con unos versos del poema “Vientos del Pueblo” de Miguel Hernández.

Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.
.........................................
Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra;
las águilas, los leones
y los toros, de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal valiente
toda la creación ensancha.

Espero que nadie se sienta molesto con el símil taurino que he elegido. Desde luego no los que admiramos la bravura del toro de lidia.

Gracias, Juan Pablo II, por esta última lección ejemplar de cómo termina una vida digna con una muerte digna.

Tomás Alfaro Drake

[1]“Durante el decenio del terror nazi, cuando nuestro pueblo sufría un terrible martirio, la voz del papa se elevó para condenar a los perseguidores y apiadarse de sus víctimas”. Golda Meir. “La Conferencia Central de los Rabinos Americanos se une con profunda conmoción a los millones de miembros de la Iglesia católica romana por la muerte del papa Pío XII. Su amplia simpatía por todos, su sabia visión social y su comprensión lo hicieron una voz profética para la justicia en todas partes. Que su recuerdo sea una bendición para la Iglesia católica romana y para el mundo”. Jacob Phillip Rudin, presidente de la conferencia de rabinos americanos. “Nosotros, miembros de la comunidad judía, tenemos razones particulares para dolernos de la muerte de una personalidad que, en cualquier circunstancia, ha demostrado valiente y concreta preocupación por las víctimas de los sufrimientos y de la persecución”. Doctor Brodie, rabino jefe de Londres. “La voz de Pío XII es una voz solitaria en el silencio y en la oscuridad en la que ha caído Europa en esta Navidad. Él es el único soberano del continente que tiene la valentía de levantar su voz... Sólo el papa ha pedido respeto por los tratados, el fin de las agresiones, un trato igual para las minorías y el cese de la persecución religiosa. Nadie más que el papa es capaz de hablar a favor de la paz”. New York Times, 25 de Diciembre de 1941. “Es necesario un serio análisis sobre la actuación de Pío XII... Será misión de Juan Pablo II y sus sucesores dar los pasos necesarios para reconocer el fallo de la Iglesia frente a la maldad que dominó Europa”. New York Times, 18 de Marzo de 1998. (Chocante e inexplicable el cambio de opinión del New York Times). Pinchas E. Lapide, historiador judío, para recobrar la memoria histórica y hacer justicia, escribió en 1967 el libro “Three Popes and the Jews” en el que cifra en 850.000 los judíos salvados gracias a Pío XII.


Acto de abandono en la misericordia de Dios

Oración pronunciada por Juan Pablo II a sus 65 años, en 1985


Señor, hace ya sesenta y cinco años que me diste el don inestimable de la vida y, después de mi nacimiento, no has cesado de llenarme de tu gracia y de tu amor infinito. A lo largo de estos años se han entretejido grandes alegrías, pruebas, éxitos, fracasos, enfermedades, duelos… como le ocurre a todo el mundo. Ayudado por tu gracia y tu auxilio, he podido triunfar de estos obstáculos y avanzar hacia ti. Hoy me siento rico en mi experiencia y en el gran consuelo de haber sido colmado de tu amor. Mi alma te canta su reconocimiento.

Pero cada día veo a mi alrededor ancianos a los que envías fuertes pruebas: sufren parálisis, incapacitación, senilidad, y a menudo no tienen fuerza para rezarte. Otros han perdido el uso de sus facultades mentales y no pueden alcanzarte a través de su mundo irreal. Veo la vida de esas personas y me digo: «¿y si fuese yo?» Entonces, Señor, hoy mismo, mientras estoy todavía en posesión de todas mis facultades motrices y mentales, te ofrezco por anticipado mi aceptación de tu santa voluntad, y desde ahora quiero que si una u otra de esas pruebas me llegan, pueda servir para tu gloria y para la salvación de las almas. También desde ahora te pido que sostengas con tu gracia a las personas que tengan la ingrata tarea de prestarme su ayuda.

Si un día, la enfermedad invadiese mi cerebro y aniquilase su lucidez, desde ahora, Señor, mi sumisión está delante de ti y se seguirá de una silenciosa adoración. Si un día, un estado de inconsciencia prolongada tuviera que destruirme, yo quisiera que cada una de esas horas que tenga que vivir sea una serie ininterrumpida de acciones de gracias y que mi último suspiro sea también un suspiro de amor. Mi alma, guiada en ese instante por la mano de María, se presentará ante ti para cantar eternamente tus alabanzas. Amen.

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