27 de febrero de 2011

La carga de la libertad

La libertad es el don más impresionante y misterioso que Dios ha dado al hombre. Pero es también una pesada carga. Lo es para mí, lo es para la humanidad, que haciendo mal uso de ella ha cometido las mayores atrocidades y creo que lo es para todo ser humano. ¿Quién, en algunos momentos en que ha tenido que tomar decisiones vitales, no ha sentido la soledad, el desamparo, hasta la angustia de pensar si estaba tomando la decisión correcta? El solo hecho de que la libertad sea esa carga en las decisiones importantes de nuestra vida, indica que es libertad para algo. Si no fuese así, no habría angustia. Elegiríamos hacer esto o aquello a cara o cruz, o por simple apetencia momentánea. Pero no. Nos angustiamos porque queremos que nuestra decisión nos lleve a un fin y dudamos que sea la decisión adecuada. Y somos libres también de elegir un fin inadecuado, lo que es todavía más grave.

¿Seríamos más libres si la libertad en vez de ser una libertad para algo fuese sólo una libertad de hacer lo que me diese la gana? Soy persona que piensa mejor en imágenes que mediante la concatenación de silogismos. ¿Sería más libre el juego del ajedrez si cada uno pudiese hacer con las fichas y el tablero lo que quisiera? No. Simplemente, no habría juego. Acabaríamos tirándonos las fichas unos a otros en un juego de puntería. ¿Sería más libre si, moviendo las fichas sobre el tablero, cada uno decidiese desplazar cada pieza como le viniese en gana, el alfil tres casillas hacia delante y dos a la derecha ahora, para trasladarlo en zigzag en la siguiente jugada? Tampoco habría juego. ¿Sería más libre si, aceptando el movimiento de cada ficha, yo moviese a mi antojo, sin una estrategia, el alfil ahora, la reina después, un peón en el siguiente movimiento y luego me enroco? Perdería en cinco jugadas con el más idiota de los principiantes. Uno se somete a unas limitaciones formales para que haya juego y a otras de estrategia para ganar. Y entonces hay juego y hay disfrute. Y hay libertad.

La vida es nuestro habilísimo contrincante una gran partida de ajedrez. Nos puede dar jaque mate en tres jugadas en cuanto nos descuidemos y, a veces, sin que nos descuidemos. En muchas ocasiones nos gustaría una “voz en off” de alguien que pueda ver la partida con más jugadas de antelación que la vida y nos diga, alto y claro, el siguiente movimiento. Pero yo jamás he oído una “voz en off” semejante, ni creo que la oiga nunca. Sin embargo, a base de entrenar un misterioso sentido interno noto cada día una presencia que, sin hablarme, sin forzarme lo más mínimo, me sugiere qué hacer en la siguiente jugada. Sólo en la siguiente.

Vuelvo a mis imágenes en las que me siento más a gusto que en los razonamientos abstractos. Un amigo mío me invitó un día a un aguardo de jabalís en su finca. Yo, que nunca me había visto en esta situación, decidí tomármelo con el máximo interés. Era una noche helada de luna llena del mes de febrero en una finca de los montes de Ávila. Yo estaba quieto, congelado, atento a todo ruido para oír entrar al jabalí al ir a beber a la charca. El campo nocturno hervía de pequeños ruidos, pero ninguno especial. De pronto mi amigo, tocándome en el hombro, me hizo ostentosos gestos con la boca. AHÍ ESTÁ EL JABALÍ –me decía sin emitir un solo sonido mientras señalaba con el dedo hacia un lugar próximo a mí. Escuché con más atención. NO OIGO NADA –dije con similares movimientos de la boca. Yo no oía nada, pero el jabalí sí oyó nuestros “silenciosos” movimientos. Con un bufido, a menos de tres metros de mí, el jabalí echó a correr rompiendo monte. Lo había tenido a mi lado sin siquiera enterarme. Mi amigo, que estaba entrenado, lo había oído. Yo no. Me dijo más tarde que al jabalí no se le oye nunca. Se oye su silencio. Se descubren sus signos. El campo se calla por donde pasa. Un grillo deja de cantar. Un pájaro sale volando.

Así es la sensibilidad para apreciar esa presencia de la que hablaba antes. Uno, cuando sabe leerla, la siente. Sabe que está ahí. No puede demostrar que está ahí, ni siquiera puede demostrárselo a uno mismo. No hace ruido, pero ahí está. Simplemente, se sabe. Y esa presencia es Cristo, caminando con nosotros en el claroscuro, en la penumbra, hablándonos en silencio en medio del ruido ensordecedor de la vida. ¿Y cómo nos entrenamos para detectar su presencia y oír su voz silenciosa? Sólo hay dos métodos, que son uno. La oración haciendo el silencio en nuestra alma y la Eucaristía, donde nuestra fe nos dice que está Él.

Entonces, poco a poco, muy poco a poco, si uno empieza por el principio, a medida que uno se entrena, la presencia es cada vez más clara y precisa. No es siempre igual de clara. A veces se desvanece y parece que no está. Otras veces la siente uno con una fuerza sobrecogedora. Nítida, precisa. A veces, en esos momentos, le entran a uno ganas de cantar, o de llorar, o de reír, o de bailar. Luego durante semanas o meses desaparece. A veces uno pierde la esperanza y le embarga una tristeza sin límites, como si hubiese perdido a un ser muy querido. Pero siempre acaba por reaparecer. Y con más fuerza que antes de esconderse. Siempre que uno persevere en la oración y la Eucaristía en medio de la soledad y de la sequedad. Una oración árida y una Eucaristía que parece no tener ningún significado. Los momentos de luz son el faro que nos guía en la noche oscura. La tentación está en creer que la luz del faro no va a volver. Pero siempre vuelve, si se sabe esperar como debe hacerse. Entonces, poco a poco, con la compañía perpetua, evidente u oculta, de esa presencia, la carga de la libertad, sin dejar nunca de ser carga, se va haciendo más ligera y su yugo más suave. Así nos fue prometido por quien tiene autoridad para hacerlo.

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