23 de julio de 2008

In memoriam: Edih Stein, santa Benedicta de la Cruz

Tomás Alfaro Drake

En la última entrega de “El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento”, rendía un homenaje a Edith Stein. Dentro de dos semanas, el 8 de Agosto, será el 66º aniversario de su muerte, gaseada en Auschwitz. Hoy quiero dejar en el blog algunas reflexiones que dejó en mí la lectura de sus memorias: “Estrellas amarillas”. Lamentablemente, no he encontrado publicada la segunda parte de las mismas, en la que cuenta su conversión, pero la primera es también muy ilustrativa de su carácter y personalidad. Ahí van mis reflexiones. Dentro de una semana haré un post de un breve artículo que escribí hace unos años sobre su muerte. El día 8 de Agosto, en su aniversario, publicaré la homilía de Juan Pablo II el día de su canonización, e1 de Mayo de 1987. Esta será la única entrada que deje en Agosto, mes en el que me daré vacaciones también del blog.

En 1913, con 22 años, llega Edith Stein a la Universidad de Göttingen, después de dos años de estudios de filosofía en Breslau, atraída por Husserl y su fenomenología. Educada en el judaísmo, ha perdido la fe a lo largo de su adolescencia y primera juventud. Su autobiografía, en el libro “Estrellas amarillas”, está escrita poco antes de entrar en el Camelo, es decir, después de haber experimentado una profunda conversión.

Antes de llegar a las citas textuales de su conversión, me gustaría dar algunas notas de su carácter que se desprenden de su biografía.

“La persona de Edith Stein es una realidad clara y luminosa desde su juventud. Tenía una sensibilidad extraordinaria para acoger y registrar todo lo bueno y bello, aunque también desde muy pronto conoció su razón las sombras que la luz terrena tiene en sí misma, es decir, su limitación.

Tenía un corazón sensible, ‘simpatético’, antes que el tema de la ‘Einfühlung’ se convirtiese, como tema de tesis, en el centro apasionado de su afán filosófico
[1].

Fue persona con una insobornable exigencia de conocer el profundo sentido de las cosas en toda su claridad. Así es como le fue dado a Edith Stein captar el sentido profundo de todo devenir y de toda fugacidad, descubriendo el sentido del ser en el ‘logos’ eterno que está presente como resplandor en el alma del hombre individual”.

Este encendido elogio del P. Romaeus Leuven se respira en todas las memorias, sin que haya en ellas el más mínimo atisbo de autocomplacencia. El retrato que Edith Stein pinta de sí misma, a través de los hechos sencillos que narra transidos de sinceridad, es, en la vertiente intelectual, el de una mujer de inteligencia privilegiada y de una inquietud por forjarse su propia visión del mundo apoyándose en las ideas de las personas que le inspiraban credibilidad intelectual y personal. En el aspecto humano se percibe una actitud de servicio al mundo basado en un profundo sentido del deber un tanto kantiano, pero también basado en su capacidad de sentir el dolor ajeno en sí misma. Al estallar la 1ª Guerra Mundial, escribe en sus memorias: “Ahora mi vida no me pertenece. Todas mis energías están al servicio del gran acontecimiento. Cuando termine la guerra, si es que vivo todavía, podré pensar de nuevo en mis asuntos personales[2]”. Efectivamente, se alista como enfermera voluntaria en un hospital de infecciosos y allí, llevada de su perfeccionismo y espíritu de entrega demuestra un celo que le hace ganarse el respeto de todos. Pero ella misma cuenta lo que le hacía sufrir ese perfeccionismo, ese ansia de llegar hasta el fondo de las cosas sin darse tregua hasta llegar a quitarle el afán de vivir, el hambre, el sueño y llegar a hacerle adelgazar hasta casi perder la salud. También nos deja entrever en la primera parte de sus memorias que su aceptación de la fe católica supuso para ella un gran alivio de esta tensión.

“... mi esfuerzo atormentado se dirigía a alcanzar una visión unitaria y firme para poder, desde ella, entender globalmente todas sus aplicaciones. Por vez primera encontré aquí lo que habría de experimentar siempre en mis posteriores trabajos: los libros no me sirven de nada hasta que yo no me he clarificado la cuestión en una elaboración personal. Esta lucha por la claridad se cumplía ahora en mí a través de grandes sufrimientos y no me dejaba descansar ni de noche ni de día. En aquella época perdí el sueño, lo que me ha durado muchos años, hasta volver a tener noches tranquilas.
Seguía trabajando en una constante desesperación. Por vez primera en mi vida me encontraba ante algo que no podía domeñar con mi fuerza de voluntad. Sin yo saberlo tenía profundamente grabadas en mi interior las máximas de mi madre que solía repetir: ‘Querer es poder’, ‘Lo que uno se propone, Dios lo ayuda’. Frecuentemente me había vanagloriado de que mi cabeza era más dura que las más gruesas paredes, y ahora me sangraba la frente y el inflexible muro no quería ceder. Esto me llevó tan lejos que la vida me parecía insoportable. Me decía frecuentemente a mí misma que esto era absurdo. Si no terminaba el trabajo de doctorado tenía más que suficiente para el examen de estado. Si no podía llegar a ser una gran filósofa, podía ser una pasable profesora. Pero los argumentos racionales no ayudaban nada. Yo no podía ir por las calles sin desear que un coche me atropellara. Si hacía una excursión, tenía la esperanza de despeñarme y no volver con vida.
Nadie podía sospechar lo que estaba pasando dentro de mí
[3]”.

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“Reinach [...] me insistió en que debía comenzar la redacción. Faltaban todavía tres semanas para terminar el semestre. Entonces debía volver a verle e informarle de lo que había hecho. Esto fue una gran decisión y empecé sin pérdida de tiempo a realizarla. Me costó un esfuerzo espiritual como nada de lo que había hecho hasta aquel momento. Creo que nadie que no haya hecho un trabajo filosófico creador puede hacerse idea de esto.
No recuerdo haber tenido entonces aquel profundo placer que más tarde habría de sentir en los trabajos, cuando tras dolorosos esfuerzos se alcanza la superación. No había logrado todavía ese grado de claridad en el que el espíritu puede descansar en una comprensión conquistada, desde la que se abren nuevos caminos y se puede seguir avanzando con seguridad. Marchaba como el que tantea en la niebla.
Lo que redactaba me parecía extravagante y, si algún otro lo hubiese calificado sin sentido, lo hubiese creído a pies juntillas. Ante una dificultad me quedaba detenida. Apenas necesitaba buscar las palabras. Los pensamientos se formaban como por sí mismos fáciles y seguros para la expresión verbal y quedaban luego firmes y seguros en el papel, de tal modo que el lector no encontraba ni rastro de los dolores de este alumbramiento espiritual. Cada hora que tenía disponible para el trabajo la pasaba ante mi pequeño escritorio. En el curso de las tres semanas había escrito unos treinta folios
[4]”.

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“Tanto para mí, como para otros muchos, la influencia de Scheler en aquellos años fue algo que rebasaba los límites del campo estricto de la filosofía. Yo no sé en que año volvió a la Iglesia católica. No debió ser mucho más tarde de por aquel entonces. En todo caso era la época en que se hallaba saturado de ideas católicas y hacía propaganda de ellas con toda la brillantez de su espíritu y la fuerza de su palabra.
Éste fue mi primer contacto con ese mundo hasta entonces para mí completamente desconocido. No me condujo todavía a la fe. Pero me abrió a una esfera de ‘fenómenos’ ante los cuales ya nunca podía pasar ciega. No en vano nos habían inculcado que debíamos tener todas las cosas ante los ojos sin prejuicios y despojarnos de toda ‘anteojera’. Las limitaciones de los prejuicios racionalistas en los que me había educado, sin saberlo, cayeron, y el mundo de la fe apareció súbitamente ante mí. Personas con las que trataba diariamente y a las que admiraba, vivían en él. Tenían que ser, por lo menos, dignos de ser considerados en serio. Por el momento no pasé a una dedicación sistemática sobre las cuestiones de la fe. Estaba demasiado saturada de otras cosas para hacerlo. Me conformé con recoger sin resistencia las incitaciones de mi entorno y casi sin notarlo fui transformada poco a poco
[5]”.

Edith acaba de aprobar el examen de licenciatura en plena 1ª Guerra Mundial. De Göttingen va a Hamburgo a casa de su hermana mayor.

“Aquí recibí también la felicitación de Breslau. La carta de mi madre contenía aquellos pasajes que ya más arriba recordé: ella se alegraría mucho si yo quisiera pensar en aquél a quien debía este éxito. Pero [yo] todavía no había ido tan lejos.
Yo había aprendido en Göttingen a tener respeto hacia las preguntas de la fe y por las personas creyentes. Hasta iba ahora con mis amigas alguna vez a una iglesia protestante, pero todavía no había encontrado el camino hacia Dios. (La mezcla de política y religión que caracterizaba los sermones no me podía llevar al conocimiento de la fe pura y me repelía frecuentemente)
[6]”.

Edith está durante la guerra como enfermera en Austria en un hospital de campaña de enfermos de tifus. Todavía es atea.

“A veces venía un sacerdote del frente, de uniforme, a la sala y recorría las camas. Tengo que decir que parecía despertar poca confianza. Tampoco le vi nunca detenerse un rato con nadie. Nunca presencié que a un enfermo se le trajese la sagrada comunión o los santos óleos. Por desgracia era yo entonces tan ignorante de esas cosas que no se me ocurría el preguntar ni preocuparme de ello[7]”.

En la primera parte de sus memorias, “Estrellas amarillas” la conversión no ha empezado más que de forma muy tímida. Espero poder leer pronto la segunda parte.


"Mi nostalgia por la verdad era mi única oración".

Edith Stein, de la época en que no tenía ninguna fe.

[1] Le “Einfühlung” es un concepto que llamó la atención de Edith Stein cuando oyó a Husserl decir en un curso sobre la naturaleza y el espíritu que el mundo objetivo exterior sólo puede ser experimentado intersubjetivamente, esto es, por una pluralidad de individuos cognoscentes Que estuviesen situados en intercambio cognoscitivo. Según esto, se presupone la experiencia de los otros. El concepto era original de otro filósofo alemán, Theodor Lipp y suponía un reto integrarlo en la filosofía fenomenológica. Edith Stein abordó este reto en su tesis doctoral. Quizá la traducción más correcta sea “empatía”, aunque, desde luego, sin el significado coloquial del término en español.
[2] Edith Stein, Estrellas amarillas. Editorial de espiritualidad, Madrid 1992, pag. 276.
[3] Ibid, pag. 257, 258.
[4] Ibid, pag 261, 262.
[5] Ibid, pag. 241.
[6] Ibid, pag. 293
[7] Ibid, pag. 310

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